Los agitados paisajes de Hugo González Ayala


Juan B. Juárez

El paisaje como género pictórico hace tiempo que está en entredicho. No es tan sólo el abuso de los temas, la banalización de la técnica y la excesiva comercialización los que lo han agotado como expresión artí­stica sino sobre todo la actitud que supone su realización y su apreciación. El distanciamiento que implica la visión paisají­stica no deja, al parecer, espacio para ningún tipo de compromiso humano: la estética del paisaje es ajena a los dramas de la existencia. Lo único que importa es la objetividad de la visión, que persiste incluso a pesar del tinte que puede darle cierto tipo de sentimientos; es más, se dirí­a que sentimientos como la nostalgia, la humildad frente a la grandeza de la naturaleza, el asombro ante la «belleza», etc. funcionan, en el caso del paisaje, como filtros que si bien pueden teñir la visión objetiva del panorama no la empañan, simplemente la dan una coloración epidérmica para hacerla coincidir con ciertos estados de ánimo que bien podemos llamar retóricos o literarios, muy cercanos al orgullo localista por «nuestra tierra».


Frente al género tradicional y desfasado del paisaje pictórico se levanta el paisaje fí­sico y palpable de la realidad, ese que la gente real no puede ver porque justamente está adentro de él, lo constituye y lo construye con su vida cotidiana. A diferencia del paisaje pictórico, que es estático, fijo y permanente, la fisonomí­a del paisaje real cambia a cada momento y no se deja congelar por una mirada externa y estetizante. Y es que la gente que construye y vive en el paisaje no pertenece a la naturaleza sino a la historia. Una historia atropellada, en nuestro caso: son campesinos, agricultores, comerciantes, maestros rurales, niños pobres, carpinteros, albañiles, comadronas, etc., que, en función de sus necesidades, se reinventan cada dí­a haciendo más cultura que paisaje. Un ejemplo de cambio drástico en el paisaje guatemalteco es el que se ha operado en los últimos veinte años a raí­z de las migraciones masivas a los Estados Unidos y de las consecuentes remesas en dólares, que han incidido no sólo en la arquitectura rural sino también en las costumbres y los valores, que, literalmente, se «salen del paisaje» bucólico y literario que ahora nos abruma por tanta falsa nostalgia.

El afán del paisajista Hugo González Ayala (Guatemala, 1954) no va tras la renovación de un género pictórico desacreditado sino tras el paisaje real, esa escenografí­a concreta donde el drama de la existencia de las personas le da espesor humano a una cotidianidad que no tiene nada de bucólica o pintoresca; al contrario, es convulsa y agitada, dotada en las esquinas de aristas esquivas y sorpresivas. Y son precisamente sus atisbos y hallazgos en la búsqueda de una pintura consecuente con el paisaje de la realidad los que le dan a su obra, más que novedad, convicción expresiva.

Evidentemente ya no se trata de un paisaje observado y recreado fiel y objetivamente, sino de un paisaje que es sí­ntesis de múltiples y variadas experiencias, construido %u2014casi intuitivamente%u2014 con fines expresivos más que descriptivos, imaginado desde inusuales perspectivas, iluminado caprichosamente con luces artificiales que encienden o encandilan a los colores, ordenado en base a una geometrí­a temblorosa que se deja desbordar por una agitada exuberancia vital, que se cierra sobre sí­ mismo, sin horizontes que alivien su intensidad convulsa.

Actualmente en la galerí­a Antigua de la ciudad colonial se exhibe la serie «Colores de la noche» que, según lo que he apuntado, rescata al paisaje antigí¼eño de los lugares comunes perpetrados por la falta de imaginación de las campañas turí­sticas y de los paisajistas tradicionales y cierta ceguera cí­vica que padecemos. Hugo González Ayala la presenta despojada de su solemnidad histórica y religiosa, más bien como un escenario pagano y frí­volo, henchido de sí­ mismo que se ofrece sin escrúpulos a la moda y al consumismo.