Juan B. Juárez
Una impresión de desorden %u2014de estilos, de temas, de técnicas%u2014 es lo que provoca el montaje de los cuadros de Alejandro Urrutia en la vitrina del Proyecto Cultural Del Fino donde actualmente se exhiben. Claro que se trata de un desorden muy estudiado, un trabajo de museógrafo más que de vitrinista, que trata de ser el correlato de la creatividad intensa y sin cauces de este artista de la generación del 70 que se ha convertido en un personaje ineludible que encarna con su «modo de ser» el lado oscuro de nuestra vida cultural.
Y, en efecto, su pintura %u2014y su personalidad artística%u2014 demuestra la inutilidad de los catálogos de estilos a la hora de definir una expresión que se gesta en la inmediatez de la existencia en respuesta casi instintiva, no a los altos valores de una estética que sólo existe en la mente de los «amantes del arte», sino a las demandas, sin duda más banales, del mundo atroz y asfixiante en el que estamos sumergidos. De allí que ante sus cuadros sea irrelevante decir que el suyo es un estilo expresionista o reparar en el fondo clásico que desdibujan sus excesos emotivos: basta con reconocer que son de Alejandro Urrutia y evitar con la elocuencia de la evidencia cualquier discusión ociosa.
Pero para quien se acerca a su pintura %u2014y al artista%u2014 por primera vez con la convicción de que «gozar» o entender un cuadro equivale a clasificarlo de acuerdo al catálogo europeo de los estilos cultos, la experiencia puede ser perturbadora, al extremo de dejarlo desarmado frente a la falsa opción de rechazar de plano esa obra inclasificable o dejarse fascinar por la espontánea autenticidad de una expresión casi gestual y creer que por allí va la cosa.
Ciertamente la segunda opción parece la más adecuada para definir a un espectador abierto y tolerante, pero conlleva el riesgo, no siempre eludible, de creer que todo arte se limita a la expresión instintiva a las presiones del ambiente. Eso sólo le funciona a Urrutia, pero no sólo por su «estilo de vida» sino también por la destreza en el manejo de un oficio difícil que, como un arma letal o una herramienta indispensable, le sirve lo mismo para expresarse que para sobrevivir.
Por otro lado, el «estilo de vida artístico» no es una noción abstracta dentro de la cual cabe encasillar a Alejandro Urrutia; al contrario, su modo de ser concreto es lo que define a cada instante lo que a los demás, sobre todo a los pintores y poetas jóvenes, puede parecerles un estilo de vida digno de imitarse o, dado el caso, de repudiar. Y es que Alejandro, en su calidad de personaje, tiene esa aura literaria que no viene del genio, como podría creerse, sino de una profunda cultura humanista y de un compromiso igualmente profundo con el arte y la literatura. Más que de un estilo de vida, se trata de una actitud frente a la vida y al arte: la infidelidad a las grandes series temáticas que en los otros pintores marcan su anclaje a la cultura nacional es, en el caso de Alejandro, la prueba irrefutable de su libertad y fidelidad al arte, por encima de los programas a largo plazo en los que, en nuestro medio, se cocinan los dudosos prestigios de los artistas.