Arturo Arias
El escritor salvadoreño Roque Dalton (1935-1975) es una de las figuras más altas de la literatura centroamericana del siglo XX. Pero es también una de las más contradictorias e incomprendidas. Autodenominado marxista-leninista, e ideólogo de la revolución salvadoreña, murió asesinado por sus compañeros de armas del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) en mayo de 1975, luego de que le acusaran de ser un agente de la CIA y del castrismo. En su novela póstuma Pobrecito poeta que era yo… (1976), considerada una de las más importantes del siglo por el crítico chileno Fernando Alegría, Dalton ya predecía este desenlace. Durante la década de los ochenta, su figura fue levantada y casi canonizada por la izquierda centroamericana como el modelo ejemplar del «poeta guerrillero.»
Pasados ya 35 años de su muerte, sin embargo, y con el FMLN gobernando El Salvador, además de la desaparición del ideario revolucionario y/o marxista-leninista, de la cual sólo quedan «sombras nada más» como diría el novelista nicaragí¼ense Sergio Ramírez, Dalton va quedando sumido en el olvido, casi como una nota folklórica de aquel período.
Sobra decir que muchos de sus gestos de los sesentas y primera mitad de los setentas fueron los de un adolescente impulsivo buscando la auto-destrucción. Pero en medio de ese furor, dejó una obra literaria que merece rescatarse. Es una obra sofisticada, de complejos giros estilísticos, que se encuentra más cerca de Rabelais que de Marx o Lenin, y que reconfigura la naturaleza de la narrativa contemporánea centroamericana. Posiblemente después de las dos novelas cumbres de Asturias, Hombres de maíz (1949) y Mulata de tal (1963), no exista mejor novela en el istmo que Pobrecito poeta que era yo…. Profunda y compleja, es también una novela cómica, cargada de ironía, que no deja a ninguna figura de pie (ni siquiera a sus diferentes alter egos) y afirma el complejo proceso de liberarse de todo tipo de dogma. Se burla de todo y de todos sin pedir permiso ni disculpas, y sin rendirle ninguna pleitesía a esa misma ideología que el autor se ufanaba en ostentar.
Dalton e realidad escribe con un profundo sentido rabelaisiano/cortazariano un texto que lo subvierte todo. No olvidemos que fue gran amigo del argentino Julio Cortázar, y que le gustaban sobretodo las Historias de cronopios y de famas. El conjunto de la novela se asemeja al que aspira a escribir Mario, uno de sus personajes poetas. Es una «novela irritante y catártica. Buscando esa fiebre intensa, provocada por el grito del curandero que sacará los males del cuerpo por el sudor y la orina y los del alma por la desesperación» (249). Para lograrlo busca capturar en sus prácticas discursivas el humor de los idiolectos de la heteroglossia salvadoreña con el fin de reconstruir un sistema popular-festivo de imágenes, lo que Ileana Rodríguez denomina la «expresión mestizo-creole,» con el afán de conformar una visión del mundo que es más ética, más moralista, que propiamente ideológica.
Pobrecito poeta que era yo… toma lugar en un solo día de 1960 hasta su primera mitad. Luego cubre aproximadamente de 1960 a 1965 (no aparecen fechas en el texto; sólo referencias históricas del salvador, tales como los golpes de estado de 1960 y 1961). Es un texto que tiene por tema lo que significa ser un joven escritor en un país pequeño, marginal, postcolonial, ninguneado por el mundo cosmopolita, cuya mirada sobre él es una de abyección. Escribir en estas condiciones es una osadía y una frustración perennes, pero también una afirmación de vitalidad y un deseo de transformarse en sujeto libre. No existen los medios materiales ni culturales para la producción, no existen los lectores, no existen los estímulos. Sólo los amigos con las mismas aspiraciones que se enfrentan a los mismos fantasmas, a las mismas pesadillas, a la misma incomprensión y, la mayor de las veces, a la misma policía. Estos jóvenes, típicos machitos centroamericanos formados por las normas culturales de los años cincuenta, son ílvaro (periodista que trabaja en la televisión), Arturo (estudiante de derecho que aspira a emplear los códigos legales como inspiración de su literatura), Mario (poeta alcohólico trastocado por tener que escoger entre ser poeta o ser militante del partido comunista, lo cual no desea), Roberto (poeta y dirigente estudiantil que sí cree en la militancia como única opción) y José (poeta militante que empieza a vislumbrar los límites del comunismo). Todos, sin embargo, tienen varias cosas en común: la edad, su anclaje en el mundo urbano ladino, sus aspiraciones al cosmopolitismo, su comportamiento típico de estudiantes universitarios jodones, coquetos, pretenciosillos, machistas a más no poder, que beben cantidades industriales de alcohol. Todos son aspirantes a escritores, coquetean con mayor o menor grado con las ideas de izquierda, su ironía no les quita su alegría de vivir. Pero en el curso del texto, se irán diferenciando, se irá decantando el tejido ético, hasta que al final no quede ni uno solo en pie. Todos serán «pobrecitos poetas, burgueses y buenos,» viviendo sobre una base falsa, como dice el poema de Pedro Geoffroy Rivas que le da el título al texto de Dalton.
La mala conciencia por la situación de su país, combinada con sus aspiraciones arribistas, es lo que comienza a corroerlos a todos, y a empujarlos hacia negociaciones de la realidad tan múltiples como ilusorias: el suicidio, el alcohol, la traición, la falsa creencia que con tener un carnet del partido ya todo estaba solucionado. El texto evidencia la casi imposibilidad de llegar a un compromiso político desde estas bases. Los que caen en la militancia se encuentran tan alienados después de empezar a militar que antes de hacerlo.
La aparente alternativa la representa José en la sección final de la novela, donde narra en primera persona su prisión, interrogatorios por un agente de la CIA, fuga de la cárcel y salida del país. El capítulo se titula «La luz del túnel» y es José quien parecería vislumbrarla. Son embargo, el texto nos da a entender que esto no pasa de un atisbo. Al final, José se encuentra en el exilio gozando las prerrogativas que significan ser representante internacional de su partido. La mala conciencia sigue molestándolo y continúa interrogándose sobre la consecuencia ética de su propio comportamiento. El título de Pobrecito poeta que era yo… indica un cambio de piel, un cambio de perspectiva. Pero lo que el texto nos representa es la imposibilidad de dejar de ser un pobrecito poeta. Todo el proceso estaba condenado de antemano.
La riqueza de la novela lo constituye, sobretodo, las voces superpuestas que se van hilvanando para armar la narración. No aparece nunca un narrador omnisciente. Tenemos en el primer capítulo, los pensamientos de acciones de ílvaro y Arturo. En el segundo, los de Roberto. Luego viene un capítulo titulado «El party» donde aparecen todos en forma dialogada. Sigue «Mario,» donde ya detectamos no sólo su diario, el cual gobierna la escritura del capítulo, sino también colecciones de recortes, cuya información nos va conformando la trama. Sigue un «Intermezzo apendicular» que son sólo recortes, transcripciones de grabaciones y documentos oficiales, por medio de donde nos enteramos de la suerte de muchos de los personajes. Concluye con «José,» narrado en primera persona como si fuera un testimonio, donde llegamos a enterarnos de su salida del país y exilio.
A pesar de que en muchos momentos, sobretodo en los dos primeros capítulos escritos en corriente de pensamiento, no se sabe la diferencia entre lo hablado y lo pensado, las voces van creando el clima que le va a servir de marco referencial al resto del relato, en que ya comenzamos a diferenciar a los personajes.
Todo el texto transcurre en San Salvador. Es una de las primeras novelas urbanas escritas en el vecino país. La profundidad y complejidad nos la da el juego estilístico, la continua rearticulación de las voces narrativas. El capítulo de ílvaro está narrado en tercera persona pero desde el punto de vista del personaje, empleando a veces el discurso indirecto libre, el cual le permite al personaje y al narrador expresarse conjuntamente. La narración nos mantiene en el marco cuidadoso de una focalización interna:
Ni a ílvaro ni sus colegas dependían sin embargo de un horario tan cercano al amanecer: las labores de prensa y publicidad siempre se han elevado en San Salvador como una escalera de goma hacia la dulcedumbre de las nueve. Pero aquel reciente campaneo de las siete lograba por lo menos construir un apéndice en el sueño, una interrupción deseada que le daba a la última hora o media hora de nadar en la cama una concentrada autonomía creadora. (28)
Al cambiar al personaje Arturo, cambia la voz narrativa. Ahora, el capítulo está narrado en primera persona («Parece (todo, hasta el reloj, que ya e decir, lo indica) que llegaré tardísimo otra vez…» 32). En un momento, ambos personajes se juntan a almorzar. Allí vamos a tener una mínima intrusión de un narrador a focalización externa, en medio de un diálogo entre ambos, presentado a focalización cero:
Otra vuelta de Pinch y ron. Y otra más. Y el trópico. Arturo tendía a ponerse melancólico y divagador, pro, finalmente holló el territorio sagrado:
-El problema para un cuentista en El Salvador es la falta de temas… (81)
Enseguida se van a trastocar. Arturo va a aparecer narrado en tercera persona por medio del discurso indirecto libre y ílvaro nos va a contar en primera persona los cuentos que va a escribir, cuyos fragmentos aparecerán también.