José Barrera
Una de las cosas más curiosas en el panorama religioso es el hecho de que a Dios parecen no gustarle todas las artes. O al menos no les confiere a todas los mismos privilegios. A lo largo de la historia se pueden encontrar libros inspirados, mejor dicho, dictados directamente por el Creador tales como la Biblia o el Corán. También es posible hallar estatuas que son dioses en sí mismas o, en último caso, según sus creyentes, los simbolizan o son su reproducción, vale decir, su retrato. Ahora bien, es imposible encontrar, por ejemplo, una pieza musical que clame, con toda seriedad, tener inspiración divina o haber sido dictada por Dios a algún compositor en el transcurso de los siglos. Sólo metafóricamente se puede leer de vez en cuando sobre el «origen divino» de alguna misa de Bach o un motete de Palestrina.
Es extraño, sin duda, que Dios no haya usado a fondo ni la pintura, ni la música, ni la danza o el teatro para comunicarse con los hombres. Aparte de algunos himnos contenidos en uno de los Vedas hindúes, la música brilla por su ausencia en cuanto a revelaciones celestiales se refiere, pues los textos védicos más que cantados deben ser recitados con cierta cadencia y entonación. Lo mismo se puede decir de los himnos contenidos en el Avesta, texto sagrado del zoroastrismo el cual, para ser escrito, motivó incluso la invención de un alfabeto. O sea que, si hay una competencia entre las artes, como algunos pretenden, los dioses parecen haber tomado partido.
Lo anterior no significa, claro está, que la plástica esté ausente del diálogo hombre-creador a lo largo de la historia, pues a pesar de movimientos iconoclastas geográfica y cronológicamente identificados (como los que se han dado en el judaísmo o el islam), en la propaganda religiosa, en la educación teológica o en el simple mensaje de sectas e Iglesias a lo largo y ancho del planeta, casi siempre, de manera abrumadora, las artes plásticas han estado presentes. La simbología religiosa, maniquea u ortodoxa, budista o copta, ha incluido pinturas, murales, relieves, etcétera, pero siempre, como dijimos, sin pretender que el Creador se ha manifestado directa e incontrovertiblemente a través de esas obras. El Renacimiento es un buen ejemplo de la plástica usada a plenitud para diseminar un mensaje religioso. Aunque, extrañamente, ese período no se caracteriza por ser, en su lugar de origen, una época de gran devoción y fe como lo señala Jacob Burckhardt en La cultura del Renacimiento en Italia. Por su parte, el filosofo alemán Ernst Troeltsch plantea la mayor abstracción de la cultura protestante en comparación a la católica llena de imágenes y lugares santos. No obstante este punto tan lúcido, es necesario tener presente que ninguna secta derivada de la rebelión luterana ha desdeñado por completo el valor de las artes plásticas. Por lo menos el crucifijo o la cruz han sido conservados. Y fue durante la época de la Reforma, precisamente, cuando alguien definió la importancia de las imágenes calificándolas como «La Biblia de los iletrados». Ya desde los primeros tiempos en el pequeño poblado de Wittenberg el problema de los iconos, reliquias o figuras preocupó a Martín Lutero y sus seguidores. Calvino, como certifican ciertas fuentes, sólo reconoce a la palabra como «reflejo de Dios».
Pero si hay artes casi marginales en cuanto a preferencias divinas, cosa muy diferente sucede con la arquitectura en la cual, al menos, se habla de que algunos templos son «la casa de Dios» o el lugar donde se le encuentra. El Muro de las Lamentaciones en Israel (o sea, los restos del Templo de Jerusalén) o el Vaticano actual son ejemplos ad hoc de este último punto. Las pirámides egipcias, por su parte, eran no sólo tumbas sino también verdaderas «naves» dirigidas a transportar hacia «el más allá» a quienes en ellas reposaban, pues eran lugares donde el difunto podía estar seguro de arribar al seno de una deidad que lo esperaba, a un paraíso o a un lugar estipulado para las almas.
En el Nuevo Mundo las pirámides mayas eran auténticas plataformas para comunicarse con los dioses. Toda Mesoamérica permite rastrear este esquema de forma más o menos uniforme. El sacrificio humano y la ofrenda sanguinolenta fueron -en distintas civilizaciones y momentos históricos- observados con agrado desde las alturas.
Es decir -y resumiendo-, la arbitrariedad de Dios o de los dioses en materia artística es evidente. ¿Será acaso que Dios es una especie de crítico y tiene preferencias por algunas artes? ¿O es que conscientemente los hombres aceptamos de este modo que unas manifestaciones artísticas son más aptas para ciertas tareas que otras? A lo largo de estas líneas sostenemos, entonces, que hay tres manifestaciones artísticas las cuales, con cierta injusticia, parecen gozar de plena aceptación divina; en su orden son: literatura, escultura y arquitectura. En estas tres el rango de lo divino asume su más altas calidades. A través de esas tres manifestaciones artísticas habla Dios, vemos a Dios o entramos en contacto con él dentro del ámbito de los muros de un fábrica, de un altar o, en general, por la sacralidad de un espacio determinado. En las demás artes o disciplinas se da como un descenso, esto de manera principal en las religiones llamadas abrahámicas. Pero tampoco se quedan atrás las surgidas durante lo que se conoce como la Era Axial, concepto acuñado por Karl Jaspers. Y, en verdad, es como si este episodio del desarrollo religioso de la humanidad hubiera inclinado la balanza hacia ciertas formas del rito y la liturgia. El monoteísmo, al entrar en escena, le «otorga la palabra» a Dios en detrimento de otras artes.
Se ha dicho, en este sentido, que el problema de las imágenes es que pueden generar idolatría.
Por supuesto, fuera del anterior esquema esbozado (y como todo esquema: incompleto), es justo recordar que las danzas o cantos colectivos permitían, en religiones ancestrales africanas o americanas, entrar en trance o contacto con lo trascendente a los chamanes, brujos o sacerdotes. A veces alguna clase de droga estaba incluida en el rito. Pero esta manera de adorar o comunicarse con lo divino no tiene subsistencia en la historia más que en algunas religiones minoritarias. Aquí, haciendo una pausa, es pertinente plantearnos una pregunta: ¿podría ser visto el Popol Vuh como un libro de tendencia monoteísta o henoteísta? A nuestro juicio se trata de un libro que todavía no ha sido explorado a profundidad en ciertas perspectivas o dimensiones. Ignoramos, por ejemplo, si existe algún estudio con un enfoque exclusiva y exhaustivamente religioso del Libro del Consejo.
Realmente, el asunto de los estratos artísticos en la religión, si se analiza despacio no es baladí ni intranscendente. Plantea en el fondo la cuestión de las potencias que cada arte, que cada manifestación humana lleva en sí y pueden servir para los fines específicos de una religión, vale decir de una cosmovisión y, en última instancia, de una ideología. Plantea también la cuestión de la competencia entre las artes si es que ésta realmente existe.
Decimos lo anterior, pues hay quienes pretenden que la música es superior a la literatura, o que una pintura o una imagen (fotográfica, por ejemplo) es superior a cualquier cúmulo de palabras. No se puede negar que en algunos casos esto es así. Sin embargo, estas visiones arbitrarias pasan por alto las cualidades inmanentes a cada manifestación estética. No se trata de poner a competir a las artes entre ellas sin ton ni son. Las clases sacerdotales captaron temprano este problema, de ahí su preferencia por ciertas artes y el aparente desdén hacia otras. Un par de ejemplos extremos ayudará a explicarnos mejor: si alguien intentara contar una historia como El Quijote valiéndose nada más de sonidos musicales la tarea sería poco menos que imposible y los resultados bastante inseguros. Si alguien tratara de contar una simple parábola valiéndose, digamos, de esculturas o dibujos, pero prescindiendo de la escritura, el trabajo sería realmente ingente y arduo, de resultados dudosos. Pero también a la inversa la situación no mejoraría en esencia: si algún individuo tratara de describir El pensador de Rodin valiéndose nada más de vocablos, o bien si alguno buscara «interpretar» sólo con sílabas, pongamos por caso, el Bolero de Ravel, la cosa no saldría mejor. Y así el absurdo podría seguir ad infinítum; es decir y para ser concretos: cada arte tiene su propio reino y ninguna otra pueda suplantarla. Es cierto que la música es más abstracta, pero al final tan dependiente de la instrumentalización, escenificación e interpretación como cualquier otra está supeditada a sus propias necesidades. Las artes más que competir tienden a colaborar entre ellas. Unamuno, viene al caso recordarlo, pedía una escritura o literatura hecha también con notaciones musicales a fin de captar toda la riqueza del lenguaje, onomatopeyas y sutiles matices emocionales. Tal vez algún día se llegue a ciertas alturas hoy muy lejanas. Se dice que el Corán fue hecho para ser recitado, cantado más que leído. El cine es, a nuestro modo de ver, la mejor conjugación de las artes con la que actualmente contamos. En su seno se mezclan armoniosamente palabra, música, imagen, color, movimiento y línea. Lo único que le falta es la textura y la proyección tridimensional, o sea permitirnos estar entre las imágenes, palpar las figuras, tocar las formas como en la escultura, aunque la holografía promete mucho en ese aspecto. Si esto se cumpliera el argentino Bioy Casares entraría en el ámbito de los «profetas» si nos atenemos a su novela La invención de Morel. También el norteamericano Gene Roddenberry. Por aparte, no sería impensable que en un futuro surja una película cuyo director sea misteriosa e inapelablemente Dios. El texto sagrado de la Cienciología fue redactado por un escritor de ciencia ficción.
Personalmente opino que hay dos posibilidades para aclarar el fenómeno de que sólo la literatura haya tenido el honor de «encapsular» o, si se prefiere, monopolizar el mensaje divino. La primera de esas posibilidades sería -concediendo a la perspectiva religiosa- que Dios es claramente un poeta, un ente que demuestra así su preferencia por el lenguaje. No en balde, pues, en el Génesis bíblico se le define como «el Verbo» revoloteando sobre la faz de las aguas. Y en el Corán se dice: «sobre ellos caerá la Palabra…» refiriéndose a un castigo venido del cielo. La segunda posibilidad – por la cual me inclino- sería que los grupos religiosos, «las castas sacerdotales», los creadores de teologías o teogonías entendieron temprano el valor comunicativo y didáctico de la palabra, muy por encima del de la música, la pintura o las artes plásticas en general. Las principales religiones siempre han pretendido tener capturado «el mensaje de Dios» entre las páginas de un libro: desde la Tora judía hasta el Nuevo Testamento cristiano, desde los libros maniqueos hasta el Bhagavad-Gita o el Corán que el arcángel Gabriel dictó a Mahoma. En este aspecto el hinduismo parece dar un paso adelante y plantea incluso la presencia sonora de las deidades. Según esta fe los dioses no tendrían sólo imagen, sino también sonido que se hace manifiesto en las mantras o sílabas sacras. Los dioses suenan y cuando repetimos -obsesivamente- ese murmullo los invocamos.
Es verdad, como quedó anotado, que la música es más abstracta y no necesita traducción, pero lamentablemente en la música apenas hay ideas implícitas. La música es sensación pura, sonoridad que de tan limpia y bella apenas tolera la arbitrariedad de una idea. O mejor dicho, de un concepto. Una sinfonía, por hermosa que sea, no puede tener toda la riqueza ideológica y dialéctica que se encuentra en dos páginas de la Biblia o cualquier otro texto sagrado. Además, la palabra también es sonido, musicalidad. Es decir, de las potencias que cada manifestación estética posee, la de la palabra escrita le queda como anillo al dedo a las intenciones doctrinales de las religiones: transmitir un mensaje, una ética, un concepto de Dios y de la vida.
Sin embargo, dicho lo anterior, llama siempre la atención que Dios no haya decidido otorgar su inspiración directa a una obra musical cantada (ópera o coro), pues al fin de cuentas ejemplos históricos de estrofas musicalizadas no faltan, tal es el caso del canto gregoriano o cualquier canto a cappella de la antigí¼edad. Pero aquí también influye, en mi opinión, el pragmatismo de los líderes religiosos fundadores como Mani, Zoroastro o Mahoma: un libro se deja transportar fácilmente, puede pasar a formar parte de la intimidad de una familia, de un creyente, cuando es difícil que un coro quepa en una casa. Además, juega su papel la cuestión de la capacidad: un libro puede encerrar cantidad ingente de ideas, mientras que una ópera o un coro apenas pueden. Como si fuera poco, hasta la llegada de la notación musical actual, memorizar la música y letra de una melodía era tarea difícil, y la notación neumática medieval, por ejemplo, nunca fue adecuada.
En definitiva, pues, la flexibilidad de la literatura – poesía o prosa-, ganó los privilegios divinos, la preferencia del «Creador de los mundos» como también dice el Corán.
Todo lo anterior demuestra lo que ya sospechábamos y nos lleva al punto al que deseábamos llegar: sólo hay un arte, y las artes específicas son sus parcelas, capítulos de la comunicación humana, de este eterno maravillarse ante la creación y el universo. Pretender que un arte es superior a otras es arbitrariedad, manifestar gustos personales, porque al final cada arte es un reino distinto que expresa la realidad desde una perspectiva propia, valiéndose de instrumentos y posibilidades que le son connaturales. No hay música contra poesía, ni pintura contra escultura sino arte, una poesía general. Y la poesía, ya se sabe, «es la única prueba concreta de la existencia del hombre». La poesía, quiérase o no, es Dios y el Demonio trabajando juntos en plena hermandad.