Numerosos guatemaltecos suelen mencionar a Estados Unidos como el paradigma del sistema democrático, especialmente porque aseveran -sobre todo los ideólogos de la derecha conservadora- que en esa poderosa nación se respeta absolutamente la voluntad de los ciudadanos expresada en el voto popular y que se desconocen las influencias de cualquier tipo sobre las decisiones del gobierno federal.
  Todo lo contrario ocurre en Guatemala, fundamentalmente en lo que respecta al poder que adquieren en el Estado aquellos empresarios o grupos económicamente privilegiados que financian las campañas electorales de los partidos políticos que obtienen el triunfo en los comicios.
   En el curso de las últimas décadas hemos observado la decisiva influencia que abierta o solapadamente ejercen los llamados «financistas» en decisiones gubernamentales y que influyen directa y negativamente sobre los intereses de los ciudadanos, incluso de quienes depositaron su voto por el grupo político del  régimen de turno, a la vez que disfrutan de cómodas e infranqueables ventajas en la adjudicación de contratos millonarios o en la adquisición y prestación de bienes y servicios, por más que se intente institucionalizar mecanismos legales que procuren la transparencia y funcionalidad del gasto público.
   Pero para desilusión de quienes honestamente admiran al sistema norteamericano, cabe recordar la forma fraudulenta como arribó a la Presidencia de Estados Unidos el presidente George W. Bush en su primer período, cuando se manipularon las elecciones en el estado de Florida, en detrimento del aspirante demócrata Al Gore, el verdadero triunfador por el voto popular en todo el territorio estadounidense.
  En el supuesto caso, empero, de que no ocurrieron esas anomalías ampliamente divulgadas en su tiempo por la prensa norteamericana y las agencias internacionales de noticias, además de haber sido criticadas por serios analistas de ese mismo país y de la Unión Europea, en estos días cobra nuevamente relevancia el poder de las grandes corporaciones, que lograron que la Corte Suprema de Justicia de un plumazo haya sacudido los cimientos de la democracia de USA, al permitir a cualquier empresa a gastar tanto dinero como le plazca, para apoyar u oponerse a un determinado candidato electoral.
  El columnista Javier Sierra, de La Opinión Digital, ilustra gráficamente lo acontecido al señalar que «los cinco magistrados conservadores prácticamente legalizaron el soborno de políticos electos, argumentando que el dinero es una forma de expresión protegida por todos los derechos de la Primera Enmienda» (a la constitución de Estados Unidos), puesto que la decisión abre las puertas de par en par a un cáncer que ya lleva décadas corroyendo la fibra democrática de ese país: el legislar a golpe de chequera; de tal suerte que el que más dinero posea y más cabilderos emplee, más poder acumula, a la mejor usanza de la clase política corrupta latinoamericana que se confabula con inescrupulosos oligarcas, los mismos que, como en el caso de Guatemala, lloriquean cuando otros capitalistas de igual laya, pero de diferente grupo, son los afortunados de obtener la adjudicación de negocios millonarios, previo oscuro financiamiento.
  No por ser reiterativo deja de ser una realidad que tanto en Estados Unidos como en Guatemala y el resto de países latinoamericanos -con las excepciones de la regla- la corrupción gubernamental es una epidemia en la que se conjuran el político mañoso y el empresario tramposo, porque el uno sin el otro no pueden existir, y de ahí que mientras ambos se afanen por enriquecerse ilícitamente, siempre encontrarán el resquicio para burlar las frágiles normativas de transparencia.
  (El advenedizo Romualdo Tishudo, convertido en nuevo rico por ser contratista del Estado, le pregunta a su esposa: -Amor ¿salimos esta noche? -Sí; y quien venga primero que encienda la luz).