Tras las huellas de Chimalapa



I. San Sebastián Chimalapa:

La expresión «Chimalapa» está hoy prácticamente extinguida en el territorio guatemalteco, no solamente de la toponimia sino también de la lengua. Con excepción de algunos habitantes del oriente, y los historiadores, ese nombre es desconocido para el gran público.

La expresión «Chimalapa» es insólita en nuestro paí­s, y, que yo sepa, no hay en el momento poblado alguno que lo tenga. Pero dicho nombre es muy popular en paí­ses cercanos, como México principalmente, y El Salvador.

Más allá de los nombres de cabeceras departamentales y municipales (en total, 332 en todo el paí­s), hay una gran cantidad de aldeas, caserí­os y similares, que integran el universo rural de Guatemala (aproximadamente 18 mil en total, grosso modo). He hurgado el listado de lugares poblados del Instituto Nacional de Estadí­stica (INE), con resultados negativos.

Pero hubo un pueblo que sí­ lo tuvo. Eso fue durante la así­ denominada época colonial de nuestra historia, y todaví­a lo conservó hasta el inicio de la Reforma Liberal, la que, por cierto, dio al traste con el nombre por medio de un acuerdo municipal, a solicitud de los vecinos, quienes aprovecharon los nuevos vientos polí­ticos para desprenderse de un nombre que les era incómodo, y escogieron otro, a tono con la corriente polí­tica ya dominante.

Este ensayo es un intento de rastrear no solamente en el pasado colonial y decenios posteriores, sino también buscar en la geografí­a y toponimia de paí­ses vecinos (además del nuestro, por cierto), con el ánimo investigativo de determinar el origen de ese término, y, de esa manera, saber un poco más de nuestro origen. No persigo otro interés, francamente. En el camino he descubierto cosas interesantes, que deseo compartirlas con usted.

Hace algunos años abordé, entre otros, el tema del origen histórico del pueblo San Sebastián Chimalapa (ver Cabañas, Una Monografí­a Histórica y Social, p. 27 y ss), que, como es sabido, fue el nombre antiguo (es decir, colonial), del actual municipio de Cabañas, departamento de Zacapa. Me pregunté, entonces, cuándo se habí­a fundado dicho pueblo, lo cual me llevó a rastrear por la historia rumbo al pasado más remoto, en busca de una respuesta válida. Después de hurgar en distintos documentos en el Archivo General de Centro América (ciudad de Guatemala), me percaté de que, a pesar de que podí­a trazarse hacia atrás el rumbo de Chimalapa a partir del cambio de nombre ocurrido en 1890, la fecha más antigua disponible de la que se tení­a noticia era 1632 (por la fuente que ahí­ se menciona, pero para entonces el pueblo tení­a décadas de haber sido fundado, dada la evidencia indirecta a la mano). De eso concluí­ que la fundación habí­a tenido lugar mucho antes de esa fecha, probablemente a mediados del siglo XVI, por la similitud con la fundación de otros poblados de la zona.

Sin tener documentos confiables que lo prueben, es insensato proponer fechas precisas y todaví­a más, continuar en la misma dirección. Aquí­ caí­ en la cuenta de lo limitado que es el servicio de la institución mencionada arriba, por lo que concierne a la disponibilidad de información sobre el oriente de lo que hoy llamamos Guatemala. Por lo anterior, consideré que era mejor orientar la búsqueda en otra dirección.

Así­ las cosas, emprendí­ un nuevo derrotero que, a pesar de la fatiga producida por centenares de búsquedas en alrededor de unos cuatro años, me permitió finalmente ciertas satisfacciones en el campo de la investigación socio-histórica, por las cosas nuevas que encontré, las que a continuación pongo en el conocimiento del estimado lector, interesado en estos temas. Esas búsquedas me llevaron a leer incontables libros y documentos, extrayendo de ellos nada en muchos casos, en otros unos cuantos trozos, para hacer cundir el desaliento a cualquiera, incluido el autor, si en otro momento de mi existencia me encontrara. Pero la persistencia tiene, sin duda, premio.

La experiencia anterior me hizo recordar algunos trozos de la vida de la notable Marí­a Curié, dotada de un afán investigador a toda prueba, que la hizo superar las adversidades más crueles a pesar de las recompensas magras, tanto, que a cualquiera podí­an haber desalentado.

Quiero retomar el hilo, después de la digresión anterior. Decí­a arriba que la persistencia tiene premio, por lo que debe inferirse que anunciaba que algunas cosas novedosas habí­a encontrado. ¿Cuáles son esas cosas novedosas?

En este punto es preciso recordar lo que ya quedó apuntado en la obra de mi autorí­a señalada atrás, esto es, que la voz «Chimalapa» pertenece efectivamente a la lengua náhuatl (ver la página web http://www.inforpessca.com/municipal/Zacapa/cabanas/generales.htm), como Zacapa, Usumatlán, Teculután, Jalapa, Cuilapa, y muchas otras que pueblan el universo de topónimos en este paí­s, tanto en el oriente como occidente, sur como norte, etc. ¿Se ha preguntado usted, amigo lector, alguna vez, por qué tantas palabras de ese origen existen en la geografí­a e historia guatemaltecas? Lo invito a que haga un recorrido mental por Escuintla, Amatitlán, Atitlán, Quetzaltenango, Huehuetenango, solo para alejarnos de nuestro oriente tan cercano por razones de la familiaridad, y se dará cuenta que la influencia es mucho mayor de lo que a simple vista parece. Decir que pertenecen a la lengua náhuatl equivale a decir que no son de origen castellano, lo cual es en el fondo lo mismo, solo que vuelto al revés.

Los nombres de pueblos y demás comunidades denotan, en Guatemala, una fuerte influencia de hechos polí­ticos. La historia descubre, por ejemplo, modas en el uso de nombres, por motivos que nada tienen que ver con el azar. Por ejemplo, el triunfo de la Reforma Liberal en el último cuarto del siglo XIX, que llevó a la cima del poder polí­tico a figuras de la talla de Justo Rufino Barrios y Miguel Garcí­a Granados, abrió una época de cambios de nombres de varias comunidades dispersas a lo largo y ancho del territorio nacional, época en la que se vio un notorio y sostenido esfuerzo por cambiar nombres, extraí­dos del diccionario polí­tico liberal, a distintas comunidades que eran ya conocidas desde antiguo de otra manera, Chimalapa entre ellas. El colonial nombre «San Sebastián Chimalapa», así­, se cambió simplemente a «Cabañas», para honrar la memoria de José Trinidad Cabañas, un militar hondureño de extracción polí­tica liberal, que peleó diversas guerras a la par de Francisco Morazán. El colonial pueblo de Tocoy se cambió a Morazán, hoy El Progreso. Guastatoya pasó a llamarse El Progreso. La aldea El Jiote, del gran Cabañas (es decir, anterior a la desmembración ocasionada por la separación del actual Huité) se cambió a La Reforma. La Democracia, tanto en Escuintla como en San Marcos, son otros buenos ejemplos.

Hacia donde quiero llegar es al hecho de que algo similar ocurrió con la primera oleada de nombres iniciada por los conquistadores y primeros pobladores. Los nombres primeros, originales (uso este término para indicar el bautismo colonial, con el cual arranca la historia de nuestros pueblos; lo anterior no quiere decir que se niegue el pasado precolonial, indí­gena, de nuestros lugares; es, simple y sencillamente, una convención establecida en este espacio), tienen un doble origen, el cual queda al descubierto, así­: San Sebastián Chimalapa, San Pedro Zacapa, San Juan Usumatlán, y tantos otros en el pasado colonial de la hoy extinta Capitaní­a General de Centro América. «San Sebastián» es una voz castellana, de pura raigambre católica; pero «Chimalapa» no es ni castellana ni católica, es simplemente náhuatl, americana en el más genuino de los términos, como quedó ya apuntado. ¿Por qué los nombres tienen un origen tan diferente?

La respuesta nos la ofrece la historia. Los conquistadores se hicieron acompañar de un grueso número de indí­genas mexicas, hablantes de la lengua náhuatl, la cual era considerada de gran influencia no solo en el norte de lo que hoy es Guatemala (es decir, allende nuestras fronteras, lo que hoy llamamos México), sino hacia la región denominada «Mesoamérica», o sea la mitad sureste del actual México y la moderna Centroamérica. Era la lengua del comercio precolonial, comercio que, según el juicio de algunos expertos (entre ellos Bassols Batalla, íngel: «México: Formación de Regiones Económicas», México, UNAM, 1992), era sumamente importante y permití­a intercambios de distinta naturaleza entre pueblos indí­genas de muy variada idiosincrasia y lengua. Era, luego, una lingua franca.

En alguna época de la historia mundial, el francés desempeñó el papel de lingua franca, una lengua que por su universalidad se hablaba en distintos puntos del globo. Hoy, en cambio, es el inglés el que cumple esa función. Retrocediendo al náhuatl, fue, en su momento, el primer gran ejemplo de lengua global.

A Pedro de Alvarado, entonces, no le fue difí­cil comunicarse ?por sus intermediarios? con hablantes de quiché, cakchiquel y otras lenguas indí­genas que se hablaban (y todaví­a se hablan) en nuestro territorio, pues tení­a en su haber el notable aporte de los mexicas, capaces de hacerse entender por indí­genas no hablantes de náhuatl. En esto consistió la sagacidad del conquistador español, una mera ventaja cultural que, adicionado a la superioridad en armas, le permitió consolidar su poder y establecer una sociedad polí­tica duradera.

En palabras de un historiador:

«A principios del siglo XVI era España uno de los paí­ses más desarrollados del mundo. Durante milenios habí­a recibido los aportes culturales de las civilizaciones del Mediterráneo y del Cercano Oriente». (Martí­nez, Severo, La Patria del Criollo, p. 26)

Los indios o indí­genas a quienes dan el nombre de mexicas (también se les denomina aztecas), con el tiempo dieron lugar al gentilicio «mexicano», hoy universalmente reconocido. Estos indí­genas vení­an del centro de lo que hoy es México, y tení­an gran vocación por el comercio, lo cual los llevaba lejos de su tierra natal, adentrándolos en territorios lejanos y desconocidos, pero su lengua, comprendida también por extraños, les permití­a no solamente la sobrevivencia en tierra ajena sino además les facilitaba las transacciones comerciales. Esta peculiar habilidad del indio mexica fue la que le otorgó valor especial ante los ojos del conquistador español.

Retornando al momento del bautizo, el nombre, luego, obedeció a un común interés de conquistador e indio (el uso del término «indio» carece de connotación racista, HLR; por lo demás, es de uso reiterado en los documentos coloniales; ver Pedro Cortez y Larraz, Descripción Geográfico-Moral de la Diócesis de Goathemala) acompañante, por darle un certificado de nacimiento a la comunidad próxima a ser dada a luz, nombre que respondiera a la doble nacionalidad (utilicemos hoy este término, aunque impropio) del progenitor. ¿Ejemplos? Hay muchos, pero algunos, cercanos, más allá de los que ya hemos mencionado: San Agustí­n Acasaguastlán, Santa Catarina Pinula, Santa Marí­a Xalapán, y otros.