Este 31 de enero se cumplirán treinta años de la quema de la Embajada de España en Guatemala, que cobró las vidas de 38 personas inocentes y valiosas. En su estupidez, Lucas García no se dio cuenta de que ese era un acto de guerra, al cual España pudo haber respondido con la fuerza de las armas. Fue también un crimen de lesa humanidad, al haber quemado vivos a quienes tenían el pleno derecho a la vida y a las libertades fundamentales que todo habitante del país debía gozar. Por eso, nos referimos a este hecho como la «masacre de la Embajada de España», una de las 626 masacres cometidas por las fuerzas de seguridad del Estado guatemalteco en el conflicto armado interno.
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Para vergí¼enza nacional e internacional, ninguno de los responsables de esta barbarie ha tenido que enfrentarse a la justicia. Lucas García murió en su cama sin tener que responder ante tribunal alguno; Donaldo ílvarez Ruiz sigue gozando de su libertad y sus riquezas; Germán Chupina murió cobijado en el anonimato; y militares y policías a lo largo de la línea de mando que planificó y ejecutó el asalto solamente se enfrentan a su propia conciencia y a la condena de la historia. La justicia se mueve tan lentamente en nuestro país que la impunidad sigue reinando para los responsables de 200 mil muertes.
Para quienes vivimos ese oscuro período de la historia guatemalteca, a la sombra de la doctrina de seguridad nacional y las estrategias contrainsurgentes estadounidenses, la masacre del 31 de enero de 1980 simbolizó el paso de las fuerzas armadas y de seguridad hacia la demencia total, con actos de genocidio y tierra arrasada. El derecho internacional fue destrozado en el mismo momento en que se escuchaban los gritos desesperados de quienes fueron quemados al interior y las protestas airadas de quienes intentaban salvar la vida de los atrapados en la sede diplomática. Este hecho trazó con sangre una raya en el suelo patrio de la cual ya no habría retorno: Los poderosos no se tentarían el alma para asesinar a quienes se les opusieran y para destruir lo que ellos consideraran sus obstáculos. Guatemala se convertiría en el ejemplo macabro frente al cual los Videla, los Pinochet, los Stroessner, los Duvalier y los Somoza quedarían pálidos y empequeñecidos.
Lo que vino después del 31 de enero de 1980 para nuestra población pobre fue mil veces peor, particularmente para las poblaciones indígenas, porque ya no había límites para la represión brutal. El informe de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH) afirma: «Especial gravedad reviste la crueldad que la CEH pudo constatar en muchas actuaciones de agentes estatales, especialmente efectivos del Ejército, en los operativos en contra de comunidades mayas. La estrategia contrainsurgente no sólo dio lugar a la violación de derechos humanos esenciales, sino a que la ejecución de dichos crímenes se realizara mediante actos crueles cuyo arquetipo son las masacres… constituyeron no sólo un acto de extrema crueldad sobre las víctimas, sino, además, un desquiciamiento que degradó moralmente a los victimarios y a quienes inspiraron, ordenaron o toleraron estas acciones». Guatemala mantiene una deuda inmensa con la verdad y la justicia; treinta años después, ya es tiempo de pagarla.