El segundo tropezón


Antonio Cerezo

El soliloquio ensordecedor de Vidal se combina con ahogos estruendosos, ruido de gárgolas en los oí­dos, silencios atosigantes que conmueven la razón y denuncian la posible muerte de un gargajo trabado en la garganta. Juan le hace la upa, y cuando Vidal fenece por inanición debido a que el ronquido que lo alimenta se aleja, arranca con un sonido grave como de tenor que hace zumbar mis oí­dos en la duermevela de esta madrugada irascible en que me encuentro. Y cuando de repente la habitación se sumerge en el silencio que dejan los ronquidos que se tragan mis dos compañeros, siento como que floto en una nube ní­vea y calma que ha de conducirme por las rutas de Morfeo, cuando intempestivamente ruge el aire acondicionado con su ronco motor que convierte mi estancia en aquella cama en una suerte de tortura del medioevo.


Cómo es posible converger en un sitio en el que se combinan los sonidos del bien y del mal, los altisonantes eructos de dos bocazas impresionantes, el rugir de la máquina del aire acondicionado entrelazado con ronquidos estruendosos de dos compañeros que se embelesan con sus ruidos y se solazan con el martirio que provocan? Es más, cómo es posible converger en un sitio así­ con la misma compañí­a que un mes atrás te provocó la estupefacción más grande de tu vida, el conjuro de ruidos estruendosos jamás oí­dos, el choque de piedras cayendo en alud incontenible sobre mi conciencia, el resquebrajarse de una pléyade de edificios dinamitados…?

Pensé que un par de tragos, una pastilla para dormir y la buena voluntad de hacerlo, serí­an suficientes para tener una noche de descanso en la chalupa que me dieron por cama cuya única virtud era no dejarme caer por ninguno de los costados, pues al tenderme sobre ella me dejó como carne de taco mexicano de esos de tortilla dura doblados por la mitad, el corazón apretado y los pulmones que no lograban inhalar sino una í­nfima parte de aquel aire helado que salí­a de la máquina bulliciosa exigida al máximo, pues Vidal y Juan se sienten como paredes de iglú azuzadas por avalancha que provoca un ruido infernal.

Yo no sé si fue la comodidad de que me hicieran la reservación, el deseo de estar en el mismo sitio de la reunión, lo económico que de esa manera sale estar en un hotel de cuatro estrellas un tanto opacas, o el olvido que provoca cierta edad sobre hechos que por ninguna circunstancia debieran olvidarse, lo que me impulsó a decir si, está bien, haceme la reservación, claro, no importa, está bien, sí­, los tres en una habitación sale barato, aunque la verdad me salió caro: un par de noches en un insomnio espectacular oyendo el concierto de putos ronquidos y el ruido del aire acondicionado que se conjuraba para hacerlo parecer un concierto de tortura de dos amigos a un amigo incauto que por segunda vez sufrí­a el tropezón, y no es pecado tropezar dos veces, pero con la misma piedra -como dice la canción- eso sí­ ya es estupidez, obcecamiento, testarudez y cuanta palabra tenga nuestro florido español para desprestigiarme, zarandearme, maltratarme y un florido y espectacular etcétera.

No saben lo que se siente. Intentar soñar con la novia, con la artista de cine que nos motivaba a los dieciséis años, cansarme con las dos, abrazar la almohada, pasear por el bosque lleno de perfume de flores y el aroma delicioso de la arboleda, ver el cielo azul lí­mpido de nubes y no poder dejar de oí­r los pinches ronquidos lanzados armónicamente uno tras otro como si me dijeran ahí­ te va pendejo, disfrutá de la habitación de este gran hotel, vas a pagar barato y cuando decí­a ya está bien, necesito dormir, deseo dormir, el monstruo del hielo lanzaba su gélido aliento mezclado con espectacular ruido que se me metí­a entre las venas, las arterias, los pulmones, martillándome el cerebro con frases como «por estúpido», «por maje», «por tonto», «pichicato de mierda» y no sé cuántos piropos más que pretendí­a no oí­r subiendo las sábanas hasta la cabeza en un temblor producto del desvelo, la cólera, el masoquismo que llevaba dentro.

Porque el desvelo de la primera vez, con Vidal atacando a fondo con su propulsión a chorro, se veí­a ahora adornado con el pitido estridente de Juan, lanzado en el momento en que Vidal descansaba de su ataque a quien osaba invadir sus dominios. Y dios, el dios de los roncadores, no conforme con el sufrimiento que me infligí­an esos dos mercenarios, dispuso que el aire acondicionado apagara y encendiera. Pero no en cualquier momento, sino que apagaba cuando alguno de los dos energúmenos de que les hablo lanzaba sus ronquidos ensordecedores y arrancaba con un ruido espectacular que me poní­a la carne de gallina, cuando por fin ninguno de los dos exhalaba sus ruidos enervantes.

En esas y las otras, cuando por fin comenzaba a conciliar el sueño, sonó una musiquita estridente que poco a poco aumentaba su volumen. Abrí­ los ojos asustado y no lo podí­a creer: en lo que Juan continuaba con su pitido chingador, Vidal se levantaba haciendo toda clase de aspavientos porque iba a caminar a las cinco de la mañana y jugaba como si nada con su teléfono celular; no sé si para apagarlo o para probar alguna otra musiquita, como solí­a hacer cuando estaba aburrido.

Era el colofón de la noche. Entre el ronquido fuerte y bajo de uno, los ruidos de tenor del otro, la máquina del aire acondicionado poniendo su granito de arena, el frí­o espectacular que provocaban esos dos bajando la temperatura al máximo, la chalupa que tení­a por cama y ahora la musiquita del teléfono celular de Vidal, poní­an fin a una noche en que pretendí­, iluso, dormir a pata tendida.

Me parece que al final, en algún momento, soñé que en la próxima reunión les decí­a que no y me cagaba de la risa. No importaba que la reunión fuera en el mismo hotel, que saliera barato, me hicieran la reservación, simplemente decí­a que no y me veí­a en una cama ancha, con almohadas deliciosas, gozando el sueño de los justos.