Darsareme Guillot



Mario Gilberto González R,

«Si al surco te inclinas, jardinero, y buscas el sentido profundo de las cosas; no digas que las rosas se afean con las espinas, sino que las espinas se embellecen con las rosas.»

Eran aproximadamente las tres de la tarde de un sofocante verano, cuando asido de la mano de mi madre, cruzamos el tétrico y maloliente umbral de la tenebrosa Penitenciarí­a Central. Mi madre iba a visitar a su hermano Guillermo. No lo encontró. El Alcaide -con despectiva altanerí­a de poderosa autoridad, porque en ese entonces todos se creí­an autoridad- le informó que se encontraba rompiendo piedras en la Barranquilla. El barranco quedaba atrás de la Penitenciarí­a y es el sitio donde años después, se construyó la Ciudad Olí­mpica. Bordeamos los altos muros de ese tétrico edificio y descendimos por un camino de tierra, donde un guardia nos marcó el alto. No puedo olvidar la alta pared externa de ese edificio sobre la 7ª. Av. refractando el calor de la tarde de verano y escondiendo el dolor humano en su interior. El guardia voceó el nombre de mi tí­o y otras voces lo repitieron hasta el fondo del barranco. Cuando apareció, estaba vestido con el uniforme de presidiario a rayas y en el tobillo, tení­a una cadena con la que arrastraba una pesada bola de hierro para evitar su fuga. Un guardia penitenciario con un fusil en la mano presto a usarlo, vigiló todos sus movimientos, y permaneció inmediato a él. Viendo a mi madre, se quedó perplejo y le dijo: ¿Qué haces acá? Con sus ojos bañados en lágrimas y temblándole los labios, con escasa voz, mi madre le dijo: eres mi hermano. Se hizo un profundo silencio. Tan largo como la esperanza de un pordiosero. Uno se quedó frente al otro en actitud contemplativa, sin atreverse a cruzar una palabra. Tí­o Guillermo con el semblante desencajado y mi mamá enjugando sus lágrimas. Esos minutos tan intensos en el afecto, sólo los interrumpí­a el golpe persistente de la pica sobre la piedra y que el eco repetí­a, sin transmitir el dolor de la humillación de un hombre maltratado por pensar diferente al régimen de turno. Los presos polí­ticos eran los apestados de entonces. Los pocos segundos que los dos permanecieron en silencio, fueron para mí­ eternos y la estampa impactante. A mi corta edad, cuando se piensa y se actúa con pureza, me cuestionaba cómo era posible la existencia de hombres capaces de maltratar a otros como ellos, tan sólo por amar la libertad. Libertad que mi profesor de la escuelita primaria, repetí­a en sus clases cí­vicas y las ejemplificaba con el vuelo libre del quetzal que muere si se le encierra. Tuve miedo y a la vez, coraje por la impotencia que sufre un hombre frente a un esbirro, tan solo porque éste tiene un uniforme diferente y un arma en las manos o en el cinto y una miga de poder del que abusa por imitación del que manda creyéndose un todo poderoso. Por fin, mi madre y mi tí­o se abrazaron y conversaron. Alcancé a escuchar palabras hasta entonces desconocidas para mí­: déspota, tirano, esbirro.

Mi madre retornó a casa en silencio -entre lágrimas y suspiros-. .Después de que mi tí­o obtuvo su libertad, volvió a las andanzas de siempre y se integró al grupo clandestino que luchaba por derrocar al déspota, tirano y esbirro de los catorce años. Fue de nuevo perseguido por el régimen y a prima noche llegó a la casa para refugiarse. De inmediato se nos recomendó que fuéramos prudentes y sobre todo discretos. Que por nada hiciéramos comentarios que tí­o Guillermo se encontraba en la casa y para evitar sospechas, una banda de la puerta de la calle, se abrí­a bien temprano y tí­a Licha -que era impedida- lo hací­a sentada viendo el paso de las personas. De esa forma los guardias que pasaban diariamente frente a la casa, cuando iban y volví­an de relevar a los que hací­an turnos en la garita en el Puente del Matasano, por nada entraron en sospechas.

Mi padre aprovechó esa ocasión, para hablarnos de la importancia que tiene en la vida, la discreción. Y para que la entendiéramos mejor -ya que todos éramos unos niños- lo hizo con la famosa fábula de los tres monitos; Ver, oí­r y callar. Y para mejor aprendizaje, nos mandaba a taparnos los oí­dos, cerrar los ojos y demás cubrirlos con las palmas de las manos y el dedo í­ndice de la mano derecha lo colocábamos sobre los labios. De esa forma la lección era aprendida y jamás olvidada. Y cuánto nos ha servido al discurrir de los años.

Para que tí­o Guillermo subsistiera en esas condiciones, yo fui el encargado de procurar zapatos que remendar, trajes que limpiar y aplanchar o pintar rótulos para anuncios comerciales. Reparó muebles y elaboró barriletes y toda manualidad que representara ingreso económico. . De noche, tí­o Guillermo salí­a hasta el poste inmediato a la casa. Cruzaba el brazo derecho a la altura de la cara y se fumaba un cigarro. Esa práctica, se le tornó costumbre de la que no pudo librarse jamás. Tí­o Llemo -como le decí­amos- tuvo la casa por cárcel a lo largo de un año.

Los relatos que tí­o Guillermo nos hizo de la vida penitenciaria, eran espeluznantes. Con facilidad se nos paraban los pelos y la piel se nos poní­a de gallina. El sólo hecho de recordarlo, me estremece, porque era una deshumanización atropellante contra la dignidad de la persona humana. Para un niño era inaceptable que, un hombre maltratara de forma infame a otro hombre porque pensaba y actuaba de forma diferente a él.

Años más tarde, esos relatos fueron corroborados por el filántropo de la Parroquia, el Dr. Francisco Escobar Pérez-alias el Mono- que poco faltó para que le aplicaran la ley fuga y de viva voz por Efraí­n de los Rí­os, autor del libro Ombres contra Hombres. El Dr. Jorge Luis Arriola Ligorrí­a y otros ilustres guatemaltecos, también rompieron piedra en la Barranquilla.

Fue de madrugada cuando tí­o Llemo abandonó la casa y le perdimos el rastro por largos meses. Un exilio forzoso, protegió su vida.

Inmensa alegrí­a fue para mi madre, cuando tiempo después, recibió una carta con una fotografí­a suya donde mi tí­o lucí­a con elegancia y un semblante rebosando salud y tranquilidad. Lo firmaba Darsareme Guillot. Y con ese nombre fue conocido y tratado, incluso firmaba sus artí­culos en revistas y periódicos. Mi tí­o apenas estudió su primaria hasta el quinto grado, pero tení­a una capacidad de razonamiento y de expresión admirables, era locuaz y ameno en sus charlas, serias y dicharateras y una facilidad para escribir, espontánea. Sobre todo, su í­mpetu a no dejarse vencer, le ayudó a sobresalir en lo que participaba. Con Alberto Paniagua del Castillo mantuvieron la Imprenta Dora en Santa Rosa, Cuilapa y fundaron un grupo escénico que interpretó obras de teatro, tan serias como el Cardenal y la Pasión de Cristo. Con ese grupo recorrió varios escenarios guatemaltecos. Su voz potente y modulada de actor, se escuchaba al fondo del salón sin necesidad de micrófono. Conversaba de poesí­a, de teatro, de periodismo y otras tantas disciplinas con la autoridad de un estudioso. Su escuela y universidad fue la propia vida puesta en acción desde casi la niñez que fue, cuando abandonó el hogar familiar para realizar lejos sus sueños y ensueños.

Estando en Tegucigalpa, Honduras -donde desarrolló su labor periodí­stica- la pierna que arrastraba la bola de hierro, en los nefastos dí­as de su cautiverio, manifestó el intenso daño y estuvo a punta de que se la amputaran. Clamó como buen devoto al Señor Sepultado de San Felipe Apóstol y a su decir, a í‰l le debe su excelente recuperación. Además de ser un devoto cargador desde la niñez, lo fue con más fervor a partir de entonces. Colocó la imagen de la venerada imagen en un hermoso cuadro que lució siempre en su dormitorio y que cariñosamente me heredó, con el ruego de que jamás le faltara una vela encendida.

Darsareme Guillot fue de espí­ritu intrépido. En México, se desenvolvió como administrador de juegos mecánicos de una empresa de sólido prestigio y fue tal la confianza que se ganó por su seriedad y capacidad, que fue el encargado de contratar las plazas para que esos juegos funcionaran, especialmente para las ferias patronales. Así­ recorrió el paí­s entero y como era de carácter fuerte y disciplinado, los empleados le nombraban el Coronel Estrada. Y como tal fue obedecido. La Empresa ganó prestigio y seriedad y el coronel Estrada aprovechó esos buenos tiempos para ahorrar cuando llegara el momento del retiro laboral. Aprendió muy bien la lección de la fábula de la cigarra. Eso le permitió disfrutar de su vejez, sin limitaciones económicas e incluso, compró su propio nicho y dejó pagado el servicio fúnebre.

Darsareme Guillot, representa a cientos de personas anónimas que en la clandestinidad, lucharon contra la tiraní­a y sufrieron sus rigores y humillaciones. Sus ansias de libertad se apagaron en una celda inmunda y otros con una cruz que envolvió el olvido.

Contempló el castigo despiadado que los verdugos propinaban a los reclusos polí­ticos y vio también, a muchos compañeros de presidio, abandonar sus celdas para no volver jamás. Sin embargo, otros se colgaron al cuello, la medalla del triunfo.

La tiraní­a encarceló por años, maltrató, golpeó, humilló, despojó de su dignidad humana a quienes se opusieron a sus métodos represivos. Dejó niños huérfanos y a otros los transformó en cruces a las que estaba prohibido acercarse, si no querí­an correr la misma suerte. Tanto el tirano como el verdugo, disfrutaron de su «poder» pero ambos se mancharon las manos de sangre inocente.

De la misma manera que lentamente se cierran las cortinas del teatro al finalizar la obra, así­ lentamente se fue apagando la vida de Darsareme Guillot, no sin antes expresar que el hombre debe de ver siempre a lo alto, sostenerse por su propia dignidad de la que otros carecen y jamás doblar la rodilla ante el tirano, aunque la fuerza bruta hiera su pecho ó su espalda.