El impactante caso de Rodrigo Rosenberg es un ejemplo más de la violencia política que prolifera en Guatemala. Se trató, según la CICIG, de un suicidio realizado por motivos políticos, que quiso ser aprovechado para lograr la renuncia del Presidente. Dentro de la conspiración están Luis Mendizábal y Mario David García, promotores del video del autor intelectual de su propio asesinato, por lo que debiesen ser sometidos a acción judicial. Por aparte está toda la cadena encargada de la ejecución de Rosenberg, que demuestra con claridad la manera en que gente de poder utiliza a los sicarios para eliminar «sus obstáculos». Lo que antes se hacía por medio de las fuerzas de seguridad, la eliminación de «enemigos», hoy se hace vía la iniciativa privada, con resultados eficaces y a precios más baratos.
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En los años 70, cuando el país estaba en las garras del «Chacal de Oriente», se estableció la práctica de asesinar delincuentes, sin derecho ni a juicio ni defensa alguna, como fórmula para enfrentar la creciente criminalidad. Bajo esa cortina de humo, lamentablemente tolerada por nuestra sociedad para «frenar el crimen», el Estado diseñó su estrategia contrainsurgente y definió sus políticas de crimen político, y con la asesoría estadounidense inventó el nombre de «insurgente terrorista» para atacar a los líderes y militantes del movimiento social, así como a académicos y políticos progresistas. La espiral de la represión política tomó un nuevo giro mucho más letal, alcanzando con furor cada vez a más sectores.
Si bien los Acuerdos de Paz de 1996 lograron poner punto final al involucramiento del Estado en el crimen político -el Estado en su conjunto, aunque no algunos actores estatales, como quedó evidenciado con el asesinato de monseñor Gerardi- la práctica de la violencia política no ha dejado de ser un instrumento de los sectores de poder. Desde la desaparición forzada de «Mincho» en 1996 hasta el asesinato el 13 de enero de Evelina Ramírez, lideresa de San Marcos que luchaba en contra de los abusos de FENOSA, el suelo patrio se ha venido tiñendo de sangre de muchos activistas de los sectores populares, del movimiento de derechos humanos y de la oposición democrática, a manos de personas poderosas, tanto nacionales como extranjeras.
En los años 70 fue indispensable crear el Frente Democrático contra la Represión para enfrentar a los aparatos del Estado que habían desatado la criminalidad política. Todo parece indicar que ha llegado ahora el momento de crear un gran frente nacional para enfrentar la violencia política de los poderosos, sin esperar una muerte más. No podemos permitir que encima de la criminalidad común que agobia a nuestra población, y agazapada dentro de la misma, quienes gozan de privilegios y canonjías sigan pensando que la vida de los «izquierdistas» no vale nada en este país y pagando asesinos para salir de las personas totalmente comprometidas con el cambio social que lleve un rayo de esperanza a nuestras mayorías pobres y marginadas. Me sumo al llamamiento que hace la Red por la Paz y el Desarrollo de Guatemala (RPDG) de constituir inmediatamente en Guatemala un Frente contra la Violencia Política, como mecanismo para rescatar el derecho universal a la vida de todas y todos los guatemaltecos.