Un rasgo de José


La vida en aquella oscuridad se habí­a tornado rutinaria. La costumbre logró habituarlos de tal manera, que casi podí­an verse las facciones unos a otros; se conducí­an por todos lados con la mayor facilidad, sin estorbarse. Los sitios de almacenaje para ví­veres se encontraban ubicados en el más profundo de los rincones y la plebe contribuí­a de la mejor manera posible para abastecerlos. Las directrices de conducta estaban claramente definidas y la sociedad tan bien organizada que no existí­an problemas lo suficientemente grandes como para no poder resolverse con prontitud.

Antonio Cerezo

Sin embargo, José se sentí­a desubicado; le era absolutamente inconcebible el tener que desenvolverse durante toda su vida en aquella oscuridad, aunque tuviera alimento y gozara del aprecio de sus congéneres. Por eso siempre encontraba el momento adecuado para acercarse sin ser visto hasta la entrada del túnel misterioso al que ingresaban solamente los adultos; y no precisamente todos, sino los más fuertes y privilegiados que iban y vení­an ante la envidia de los que no tení­an permitido el acceso. En varias oportunidades José hizo el intento de introducirse, pero siempre aparecí­a alguien de improviso que lo obligaba a esconderse y aguardar una mejor oportunidad. No cejaba en su lucha. Después de cumplir con sus obligaciones, en sus ratos libres, se acercaba sigiloso a la boca del túnel y observaba abstraí­do todos los movimientos de los que iban y vení­an, alimentándole la curiosidad y el deseo imperioso de introducirse en él y buscar hasta encontrar un sitio diferente donde pudiera ver algo desemejante a las tinieblas. Tení­a cierto temor de que le ocurriera lo de la única vez en que logró adentrarse: después de caminar un buen trecho, admirando la perfección de la oquedad y con el corazón palpitándole aceleradamente, emocionado por el albur, tuvo que emprender el regreso a toda prisa debido a la intempestiva aparición de dos congéneres que vení­an bajando. Le fue imposible ocultarse y hubo de aceptar el rudo castigo a que fue sometido. Pero ahora estaba dispuesto a emprender de nuevo la aventura, a cualquier costo; y aprovechó el descuido de sus familiares para escaparse.

Se encontró caminando a paso rápido, en ascenso constante por aquella ruta que estaba seguro habrí­a de conducirlo a la claridad de cosas diferentes, impresionantemente ajenas a su mundo habitual entre tinieblas. Anduvo durante largo rato; afortunadamente no encontró a nadie en su ambular y se llenó de alegrí­a al observar el cí­rculo perfecto de luz que le alumbraba desde arriba, invitándolo a salir.

Cuando llegó, se sintió encandilado totalmente; le era imposible ver y estuvo a punto de volver atrás. Al rato de estar parado sin decidirse a hacer algo, sus ojos comenzaron a captar imágenes; un poco borrosas al principio, con claridad meridiana después. Quedó maravillado; jamás imaginó la existencia de algo semejante. Su vista se paseaba de un lado a otro examinándolo todo al detalle: los colores maravillosos de las paredes, el brillo del piso, el techo adornado por hermosa lámpara, el espejo, la puerta; esa puerta misteriosa que protegí­a otros secretos quizá más asombrosos que los que acababa de descubrir. Se animó a dar los primeros pasos y resbalaba; volví­a a intentarlo y lo mismo, hasta que fue habituándose a la superficie por la que pudo caminar lentamente primero, con mayor desenvoltura después. Se decidió a trasponer la puerta y observó un largo corredor que desembocaba en un inmenso salón, adornado con muebles preciosos, cuadros con paisajes increí­bles, mesas, sillas.

Caminó con toda cautela, embelesado al máximo con el espectáculo que veí­an sus ojos por primera vez; de repente se llenó de euforia y corrí­a como loco de un lado hacia otro con emoción grandí­sima, viéndolo todo, hasta que sus ojos se posaron en otra puerta que lo dejó perplejo; le parecí­a imposible que pudiera haber algo más todaví­a; algo nuevo, asombrosamente nuevo qué conocer. Con paso tembloroso se acercó y su asombro fue grande al ver la cama, la mesa de noche, la ropa. No cabí­a de gozo al sentir tal suavidad acariciando sus pies, y no pudo contener el impulso de restregar su cuerpo, de juguetear con todas aquellas montañas de prendas de vestir que le producí­an gran placer. Al rato, un poco cansado, siguió caminando, conociéndolo todo. Cuando estuvo de nuevo en el corredor, corrió y se subió al sillón.

Desde ahí­ pudo ver otra puerta que lo hizo meditar: ¿serí­a esta la casa de las puertas? ¿serí­a posible descubrir algo mejor que lo visto hasta ahora? Bajó presuroso y se dirigió hacia allá; quedó anonadado por tanto manjar delicioso que se presentaba ante su vista y probó uno, otro y otro, hasta que se sintió totalmente lleno. Por su mente se cruzaron una serie de imágenes del lugar luctuoso en que habí­a vivido, y sintió una profunda lástima por sus padres, por sus hermanos, por sus amigos. Se le hací­a imposible concebir la injusticia que cometí­an algunos de sus congéneres al impedirles tomar el camino que conducí­a hacia aquella luz esplendorosa que él acababa de conocer; hacia aquellas cosas maravillosas que él estaba viendo, palpando, apreciando. De pronto sintió tremendas ganas de regresar, de contar todo, de ayudar a otros a salir de aquel rincón oscuro y lúgubre. Estaba dispuesto a luchar contra lo que fuera por ver felices a los suyos; por verlos progresar, por darles la experiencia que él estaba viviendo, con la que era feliz. De pronto escuchó ruidos, voces, movimientos.

El corazón le dio un vuelco y su primer impulso fue esconderse; corrió y se metió debajo del sillón. Todos sus sentidos estaban en estado de alerta; vio uno pies enormes que se acercaban y tuvo el impulso de salir corriendo pero se aguantó. Creyó que el sillón se le vení­a encima cuando el señor de la casa se sentó en él para platicar con su hijo. Pensó aguardar un rato, pero al ver que la charla se prolongaba se impacientó y decidió abandonar su escondite. Presumió la posibilidad de correr hacia el túnel sin que lo vieran; esperó un momento con el corazón latiéndole fuertemente, y por fin se decidió: en carrera vertiginosa tomó rumbo al baño. Escuchó un grito: ¡Mira! ¡Una cucaracha! Un par de pasos fuertes le indicaron que era perseguido y pudo presentir cuando uno de aquellos enormes zapatos que habí­a observado desde abajo del sillón tomó altura; quiso regresar a su escondite, pero no pudo. El zapato descendió con toda rapidez, y lo aplastó.