Esquizofrénicos, bipolares, con problemas mentales, desequilibrados, trastornados, fanáticos, etc. Estos adjetivos son los que la Prensa suele imprimir a los presuntos responsables de actos criminales o magnicidios, aludiendo que por falta de razón y anormalidad mental se cometen sendos atentados que luego son llamados terroristas. Luego, algunos son llamados fundamentalistas, radicales o extremistas, pero nunca aparece una denominación normal sin la incriminación respectiva. De tal cuenta que el hombre que le asestó a la mandíbula y nariz de Silvio Berlusconi fue llamado loco; la mujer que se lanzó recientemente sobre la túnica del Pontífice de la Iglesia Católica, sin lograr el objetivo pero sí botando a un cardenal que se fracturó la cadera, tenía un «historial de enfermedades mentales»; y como regalo de Navidad, un keniata que viajaba a la ciudad de Detroit en un avión de bandera estadounidense que trató de destruir la aeronave con un artefacto explosivo, ha sido acusado formalmente de actos terroristas. Desde ya está apareciendo la supuesta vinculación de dicha persona con redes de Al Qaeda y su historial de persona callada y ensimismada. Hace unos meses un médico siquiatra militar estadounidense de origen egipcio disparó contra varios militares; de éste se dijo, por supuesto, que padecía desordenes aprensivos y emocionales. Pareciera que los que cometen actos de esta envergadura siempre están desequilibrados o locos, por el contrario creo que se necesitaría de una gran cordura para edificar, planear y ejecutar dichas acciones.
La vía más rápida para crear una sensación psicológica de miedo o temor colectivo es echar a rodar un rumor que es empujado cuesta abajo por los medios masivos de comunicación hasta convertirse en una bola grande de nieve que recrea o suplanta la realidad por otra. El objetivo es potenciar el sentido de vulnerabilidad y la fragmentación con un poco de sentido de catástrofe como sazón. En todos los casos se pretende una de dos cosas, alejar la atención pública del objetivo victimizado o justificar una acción de represión mayor como reacción al hecho atentatorio. Los atentados del 11 de septiembre precedieron a la invasión a Irak, así como la supuesta pandemia de la gripe AH1N1 fue recreada por los medios de comunicación masiva como una catástrofe mundial, un virus que parecía estar propagándose en todas partes y en ninguna a la vez. En la misma sintonía hay que poner en el cuadro que el Presidente italiano ha estado rodeado de una serie de escándalos de corrupción, incluido la «infidelidad» a la esposa, de tal magnitud que su mandato se empieza a deslegitimar. La Iglesia Católica mundial sufre los costos de las acusaciones de pedofilia en varias partes del mundo, la más reciente en Argentina, como señal cada vez más fuerte que parece avisar cambio o extinción. Y antecede al acto del keniano, hijo de acomodado banquero, el aviso en la política exterior del Gobierno de Obama, de aumentar significativamente las tropas en Afganistán, en una incursión que instaure de una vez la paz mundial, ¡ah! olvidaba que de paso ahora Yemen se ha vuelto objetivo sospechoso.
Las teorías conspirativas tienen dos factores que determinan su naturaleza y a la vez su efectividad: debe favorecer la movilización popular hacia un objetivo de alcance estratégico y segundo, hay un andamiaje de altísima capacidad militar, tecnológica y política que opera libremente sobre un manto de impunidad total en una dimensión oculta, fiel solamente a un poder hegemónico. Es probable que esta columna sea víctima de lo que denuncia, sin embargo sería inocente la pretensión de dilucidar el hecho conspirativo, puesto que ahí radica su esencia, en tender infinitamente a la trama. El objetivo en cambio es dotar de sentido crítico del entorno para no caer en la trampa que los locos quieren desestabilizar la paz mundial. Es un poder oculto el que impulsa la conspiración de los locos.