Irán entra en 2010 profundamente dividido por la cuestionada reelección del presidente Mahmud Ahmadinejad, que provocó violentas manifestaciones, y bajo la amenaza de sanciones internacionales por su política nuclear.
Treinta años después de la revolución islámica, las manifestaciones que estallaron tras la elección del 12 de junio y su sangrienta represión sumieron al país en una de las peores crisis de su historia.
Numerosas personalidades del régimen denunciaron fraudes y obligaron al Guía Supremo, el ayatolá Ali Jamenei, a tomar partido abiertamente por Ahmadinejad, con la esperanza de acallar las protestas. En vano.
Centenares de miles de manifestantes tomaron las calles, siendo duramente reprimidos -36 muertos según el gobierno, 72 según la oposición-, lo que reforzó las críticas contra el poder.
Seis meses después de estas elecciones, la oposición aprovecha el menos acto oficial para salir también a la calle, pese a las numerosas detenciones y las decenas de condenas que han sido dictadas.
El ex primer ministro Mir Hosein Musavi, una respetada figura del régimen que dirigió el gobierno durante los ocho años de guerra contra Irak, derrotado por Ahmadinejad en los comicios, se ha convertido en una de las principales figuras de la oposición.
Otras influyentes personalidades, como los ex presidentes Akbar Hachemi Rafsanyani y Mohammad Jatami, o el ex presidente del Parlamento Mehdi Karubi, están acusados ahora de instigar los disturbios y de servir a los «enemigos del régimen», por haber osado criticar al poder.
El gobierno intentó controlar la información, prohibiendo a los medios extranjeros cubrir las manifestaciones y arrestando a periodistas, entre ellos un reportero de la AFP que permaneció detenido cuatro días en noviembre.
El ejecutivo también ha librado una verdadera guerrilla electrónica contra los opositores, cortando conexiones de internet y redes de telefonía móvil para intentar impedirles, en vano, que se organicen y transmitan fotos e información al extranjero.
A esta crisis política se añade una situación económica difícil, producto de las sanciones internacionales que impiden a Irán modernizar su economía, y una inflación galopante.
La crisis que estalló recientemente en Teherán y las grandes potencias por el programa nuclear iraní puede agravar aún más la situación.
Irán está amenazado por nuevas sanciones económicas de la ONU, tras haber sido condenada en noviembre por la Agencia Internacional de Energía Atómica (AIEA), entre otras cosas, por haber escondido la construcción de un segundo centro de enriquecimiento de uranio en el centro del país.
Pese a los desmentidos de Irán, los occidentales temen que la República Islámica busque dotarse del arma atómica. Irán ya no cuenta además con el apoyo de Rusia y China, dos de sus sostenes tradicionales en el escenario internacional, que esta vez votaron a favor de la condena.
Ahmadinejad replicó anunciando la construcción de diez nuevos centros de enriquecimiento de uranio, y afirmó que era «imposible aislar a Irán» mediante sanciones.
Pero esta afirmación es cuestionada desde el interior mismo del régimen. Varias voces, entre ellas la de Rafsanyani, lanzaron un grito de alarma contra los riesgos de un «consenso internacional» contra Irán y exhortaron al Guía Supremo a «restaurar la unidad»: en suma, a detener el ascenso de Ahmadinejad hacia un poder cada vez menos compartido.