Juan B. Juárez
Encontrar formas en las nubes o en las manchas de los muros es una experiencia común en todas las personas, sobre todo en la infancia; es más, el propio Leonardo da Vinci recomendaba estos ejercicios que no sólo fortalecen la imaginación sino también la habilidad de dibujar siguiendo las sugerencias de esas formas fortuitas, fugaces y cambiantes. Los científicos de la actualidad explican este fenómeno como una tendencia natural del cerebro humano a encontrar configuraciones, sobre todo rostros, en lo que decididamente es informe; de allí esas vírgenes que alguien ha visto y registrado fotográficamente en el chorro de lava que lanza al espacio un volcán en erupción.
Un poco de esto hay en las pinturas de animales, sobre todo caballos, que Vera Molina (Guatemala, 1961) realiza sobre piedra, y que efectivamente surgen de un proceso que recuerda a esa clase de experiencias: aprovecha no sólo la sugerencia general, por así decirlo, dada por la forma total de la pieza de mineral, sino también los accidentes que particularizan a cada piedra; la textura, el veteado, las grietas, las protuberancias y, en fin, las irregularidades de la superficie de la materia en bruto. El resultado son esas cabezas de caballos que concentran su expresividad (su brío y se energía) en la crispación muscular que se adivina bajo la piel y en los ojos vivaces, alertas, salvajemente desconfiados.
En la pintura guatemalteca, más preocupada por los grandes temas sociales e históricos y los discursos sobre la identidad, el tema ecuestre no ha sido muy cultivado, ya sea porque los pintores son predominantemente urbanos o porque los caballos se asocian al poder de los conquistadores, de los militares o de las clases ociosas. Lo cierto es que los caballos sólo aparecen como parte de una escena histórica, como en los murales de Gálvez Suárez del Palacio Nacional, o en cuadros de intención simbólica, como en las magníficas acuarelas de Juan José Rodríguez, de manera, pues, que no existe una tradición ecuestre ni mucho menos un criterio para apreciar este en este tipo de pinturas que vaya más allá de la fácil descalificación con la que nos desentendemos de un género que tiene sus complejidades técnicas y su propio campo de significatividad.
Sin esa tradición que la sustente, la pintura en piedra sobre el tema de los caballos de Vera Molina corre el riesgo de ser mal entendida o no entendida en lo absoluto. Hay en su obra algo de primitivo, no porque nos recuerde a la pintura rupestre (que tenía otra función) sino por el procedimiento del hallazgo formal que tiene sus raíces en esa propensión de la imaginación de encontrar formas en lo informe y caótico (procedimiento muy usado por los surrealistas, por otro lado).
Por lo demás, el realismo con que ella define la forma de sus caballos es un realismo de escuela, capaz de difíciles escorzos y de otras sutilezas de la representación académica, como la proporción y la armonía cromática. Pero el resultado final, esa impresión de vivacidad, de energía, de salvaje nerviosismo que producen sus imágenes no está dada ni por las sugerencias del material ni por las convenciones de escuela sino que se debe a la fina captación de particularidades sutiles de los objetos y a la fuerza expresiva que la artista imprime a sus obras, que son, creo yo, las características que distinguen inequívocamente a una expresión artística.