El Evangelio según un hereje


Pintura que alude a la escena bí­blica de Caí­n cuando mata a su hermano Abel, la cual sirve de base para la nueva novela de Saramago. FOTO LA HORA: ARCHIVO

En su nueva y polémica novela, «Caí­n», el Premio Nobel de Literatura José Saramago vuelve a tomar un texto de la Biblia para cuestionar a Dios y a la religión.

Redacción Cultural
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Hay toda una lista de novelas occidentales que instauran un diálogo sobre la religión desde la rebeldí­a. Novelas, que para muchos, son heréticas y que, en algunos casos, han valido rechazos y condenas a sus autores. Para dar solamente algunos ejemplos: además de El evangelio según Jesucristo del mismo Saramago, Moby Dick de Herman Melville, Versos satánicos de Salman Rushdie, El forastero misterioso de Mark Twain (muy lejos de sus libros con protagonistas infantiles). Para los creyentes convencidos, estos libros son simplemente inaceptables.

Es por eso -enfatizado y tensionado aún más por el tono irónico, irreverente y amargo de Saramago-, que vale la pena aclarar desde donde está escrito este comentario; aclarar que quien lo escribe es una lectora que comparte la visión negativa de Saramago sobre las religiones. La aclaración es importante porque, salvo en caso de mentes muy abiertas, la evaluación de todo texto que busca la polémica y toca temas de lo sagrado depende, casi en todo, de la posición de los lectores dentro del debate. Quiero dejar ese «casi» para el final y cerrar la nota diciendo que estoy convencida de que algunos rasgos de Caí­n están más allá de toda polémica.

La novela está presentada como un libro de aventuras episódicas en el que un único personaje va pasando de un problema a otro, al estilo de Simbad el marino y por eso, el final es abierto: tiene que serlo, caí­n seguirá su discusión con dios hasta la eternidad (la falta de mayúsculas en los nombres propios y en la palabra «dios» copia en esta nota el uso del Premio Nobel portugués, que marca así­ su deseo de un mundo sin jerarquí­as). En Caí­n, la muerte de abel se da muy al comienzo; el libro empieza realmente cuando el señor le marca la frente y caí­n empieza a vagar por el tiempo y es testigo de los hechos más conocidos del Antiguo Testamento: el sacrificio de isaac, la torre de babel, la destrucción de sodoma y gomorra, los muros caí­dos de Jericó, el arca de noé, y más.

Es un testigo rebelde, disgustado con lo que ve, profundo y sobre todo imbuido de un sentido común que, como todos los sentidos comunes, es en realidad, especí­fico: el sentido común de los no creyentes. Aplicado a episodios que, para quienes tienen fe, son sagrados, ese sentido común es profundamente provocativo. En el relato, los grandes acusados son dios (el dios con minúscula descripto por un narrador que, como dijo Saramago en muchas entrevistas, es él mismo) y los que no se rebelan frente a él. Este es un dios del que «no hay que fiarse» y que caí­n y el que cuenta llevan a la polémica irónica, incluso escatológica. Por ejemplo, sobre el sacrificio de isaac: «lo natural hubiera sido que abraham mandara al señor a la mierda» y no matara su hijo.

Hay un diálogo casi permanente entre el señor y caí­n y ese diálogo es un duelo entre el rebelde (un capitán Ahab moderno y humorí­stico) y el señor; entre caí­n, definido como el que «nació para ver lo inenarrable», y el dios capaz de actos horrendos, un dios cuya conciencia es «tan flexible que siempre está de acuerdo con lo que quiere hacer».

En la descripción de esos actos, el narrador los relaciona con el siglo XX mediante el uso de anacronismos como «obediencia debida» y «prejuicios burgueses», y ese uso forma parte, además, del humor amargo del relato.

En la novela -explí­citamente relacionada con El evangelio según Jesucristo cuando se dice que un dios que pide que sacrifiquen un hijo también matará al propio-, hay un momento que resumen todas las acusaciones contra dios: la discusión sobre la destrucción de sodoma y gomorra y la cantidad de inocentes que pudieron haber muerto en ella. «Pienso que habí­a inocentes en sodoma y en las otras ciudades que fueron quemadas, Si los hubiera, el señor habrí­a cumplido la promesa que me hizo de salvarles la vida, Los niños, los niños eran inocentes, Dios mí­o, murmuró abraham (…) Sí­, será tu dios pero no fue el de ellos».

Pero el narrador no se queda en la crí­tica; al contrario, propone varias veces un dios diferente, un dios «transparente y lí­mpido como cristal en lugar de este continuo pavor»; un dios no envidioso, capaz, por ejemplo, de enorgullecerse de sus criaturas por la construcción de la torre de babel en lugar de castigarlas por el intento.

¿Se entiende por qué es imposible comentar un libro así­ sin decir quién lo comenta? Según quién lo lea, puede ser inolvidable o intolerable. Excepto, claro, en el nivel de la escritura.

La escritura de Saramago es, para mí­, el «casi» indiscutible. Su prosa intensa, intencionada; su negativa a puntuar y usar mayúsculas de la manera tradicional; la forma en que obliga a la gráfica a reflejar su pensamiento; la belleza, la armoní­a, el dolor amargo de sus palabras no se parecen a los de ningún otro escritor. No hay duda de que Caí­n dice exactamente lo que él quiso que dijera y ése es, en el fondo, el secreto de toda buena escritura.