Hablar de responsabilidades en la vida, pocas veces tiene tanta relevancia como cuando se refiere a la dedicación y esmero en la que nos embarcamos tratando de guiar día a día a nuestros hijos a ser simplemente, mejores personas que nosotros. De igual manera, hablar de recompensas en la vida tiene poco o ningún sentido si no se incluyen en las mismas las satisfacciones que un hijo te trae. Este doble sentido, responsabilidad y recompensas, sin duda, cuando menos para mí, define la relación hijo – padre.
Imagino que sin excepción o cuando menos así debería de ser, cada Padre en este mundo se ha visualizado en sus hijos, ha vivido sus triunfos y compartido sus fracasos. En mi caso, en febrero de 1,998 recibí una bendición, nacía mi hijo a quien con mucha ilusión puse mi nombre, quizás sin pensar, para ese entonces que con ese acto me responsabilizaba con él y para siempre, pues me convertía en el guardián y depositario de su nombre, responsabilidad que ahora entiendo, respeto y valoro como de las mejores que me pudo haber ocurrido en la vida. Con el nuevo siglo, en abril del 2,001 nacía mi princesa, ojos de su Padre desde entonces, hasta ahora y mientras viva. A partir del nacimiento del primero y multiplicado con la llegada de la segunda, la vida cambió radicalmente para mí, de lo que venía siendo para convertirse en un permanente remolino de actividades, sueños, esfuerzos, sacrificios que giraban en torno a ellos y su futuro.
Por supuesto la vida me ha enseñado que está muy distante de basarse todo en lo material, una vez leí que muchas veces el Padre más pobre deja a sus hijos la herencia más rica y es que en el contexto que realmente importa, no es el Padre proveedor el que al final puede disfrutar de ser llamado Padre, si no aquel que está; que acompaña; que corrige y que enseña.
Parece entonces que el ser Padre es un trabajo arduo, no es así, para principiar es el trabajo mejor pagado del mundo, pues con cada ocurrencia, cada te quiero, cada beso o abrazo se paga con creces y sobradamente cualquier esfuerzo en que se haya incurrido. Parece también que el ser Padre es el trabajo con el horario más extendido del mundo, 24 por 24 durante 365 días al año, no es así, pues cada minuto que pasas al lado de tus hijos se guarda, se atesora y se repite en tu memoria infinidad de veces, multiplicando en ellos los años de tu vida.
No sé si debería de celebrarse el Día del Padre, creo que nos equivocamos tanto y acertamos tan poco en esta compleja tarea de guiar que difícilmente hayan méritos para que se celebre, sin embargo, no hay receta perfecta, ni seguro para lograrse, sólo esta esa permanente necesidad de seguirlo haciendo, de guiar, de formar.
Al final, los hijos representan una bendición, una oportunidad, la oportunidad de amar, de construir, de guiar, de maximizar, sobre todo, esto último, en el sentido que queramos, para bien o para mal. Gracias, hijos, por darme la oportunidad de llamarme Papá.