Miguel Herrador


Junto a la bomba de la Guardianí­a, al lado del polvoriento camino, viví­a Miguel Herrador, con un único encargo del patrón, mantener los canales con agua para apagar la sed de las bestias. La Mela con el rosario de muchachitos además de Manuel, el único hermano, enfermo de la mente, completaban el cuadro familiar.

Doctor Mario Castejón
castejon1936@hotmail.com

El rancho de Miguel era como casi todos, ni muy amplio, ni muy estrecho, el piso era de tierra y la cocina con el fogón adentro, lo que se aprovechaba como lugar de estar y comedero. Separados por una división de tablas se colgaban los pabellones enrollados sobre los tapescos, uno para la pareja y el otro para proteger de la plaga a los tres niños amontonados adentro. Manuel viendo siempre al infinito se quedaba meciéndose en la hamaca que le serví­a de dormidero, siempre lo recuerdo sonriente, con un deje de melancolí­a, sumergido en su mundo de limitaciones, en ese mundo desconocido de los enfermos de la mente que Dios los compensa con un ensanchamiento del corazón.

La familia de Miguel veí­a con alegrí­a nuestra llegada, puntual lo encontrábamos esperando en la tenducha del casco de la finca cuando no con la recua de bestias en La Gomera. Allí­ nos dejaba la India del Sur, aquella camioneta añosa que abordábamos todaví­a de madrugada en El Guarda, llenos de ilusiones, comiendo ansias por pasar unos dí­as en la selva, habiendo dejado atrás las angustias de libros y tareas de hospital.

Frente al motor se iniciaba la ruta señalada por los surcos que dejaban las carretas. Arrastraban la madera de las selvas que entonces se contaba por cientos en ese lugar vecino de los terrenos de la frutera en Tiquisate, hasta el principio del canal de Chiquimulilla. Miles de caballerí­as de bosque alto que con el paso de los años iban a desaparecer convertidas en potreros, siembras de caña para alimentar los ingenios y plantaciones de algodón.

La vida con la familia y sus angustias vitales era parte de su diario existir, los niños caminando temprano a la escuela, la mujer de la casa esperando desde el amanecer con la lumbre encendida cociendo los frijoles y preparando el nishtamal. Grandes tortillas con un lejano regusto a cal y café hervido adulterado con restos de maí­z tostado. Esa era la vida cotidiana inexorable de las familias del campo, dueños casi siempre de un mundo de ilusiones y siempre pegadas a la tierra propia o ajena.

Del motor hasta la orilla del mar en Sipacate, no quedaba más que un trecho, unos 30 kilómetros de lodazales señalados por el surco de los trocopaces de los madereros que dejaban un gran camellón al centro. En invierno fosas y atascaderos donde a veces hasta los bueyes se quedaban atorados entre el pantanal. Extensas selvas con millones de pies de maderas preciosas, en donde los animales se podí­an ver caminando en las brechas sin necesidad de ser buscados. En marzo y abril las quemazones de tierra preparada para la siembra obligaban al ganado a buscar la sombra junto al camino en los dí­as de calor: chí­chiques, voladores, ceibos y corozos por cientos sin faltar los conacastes y caobas amontonados en las Bacadí­as.

Caminando tomaba cinco horas para llegar hasta la orilla del mar. En un amplio médano se encontraba Sipacate que aparecí­a como un caserí­o caí­do del cielo con su techado de láminas que lanzaban como un espejo señales de auxilio al sol implacable. Por las orillas del médano caminando hacia el este se coronaba la Laguna de Rama Blanca perlada de bandadas de garzas. En la playa solitaria de El Paredón los pelí­canos en estricta formación señalando una V, vigilaban el refulgir en el agua del cardumen de sardina para lanzarse al abordaje.

Tantí­simas veces que ya no guardo en la memoria cruzamos esas arenas junto al mar. Caminatas persiguiendo chiquirines a la luz de la luna y gozando de un baño interminable en plena desnudez. Comí­amos pescado y oí­amos historias de animales tan grandes que podí­an jalar un cayuco; de un mero de media tonelada que aturdido después de un bombazo de clorato se necesitó un dí­a y una noche para sacarlo del agua y para eso decí­a el pescador que llevaba la fisga clavada en la agalla. Oí­amos también de tiburones que se cruzaban al estero merodeando frente a las mujeres que lavaban la ropa con el agua hasta las rodillas y otros que retozaban entre los tumbos de la orilla del mar, como aquel que vimos una mañana cuando nadando se quedó varado sobre la arena y necesitó mucha suerte para poder agarrar agua.

Después de algunos dí­as o semanas volví­amos junto al motor y de allí­, de vuelta a la Capital, viajando de polizones en el espacio que quedaba entre una y otra troza de los camiones madereros. De cualquier forma el espí­ritu se habí­a remozado y se pensaba con ilusión cuando serí­a de nuevo el regreso. Pasaron los años y dejé de ver a Miguel Herrador, ya no habí­a selvas ni que cazar en el Sur. Miguel habí­a progresado y era Comisionado Militar hasta que un dí­a lo venadearon en el camino a su vieja querencia.