Viaje


Sentí­ un frí­o intenso; sobrecogedor. Fue como el aletear de pájaros sobre la médula espinal en recorrido eléctrico, álgido, alucinante. Desprendiose de pronto el sol del firmamento para llevarme con él envuelto entre sus rayos, en recorrido vertiginoso sobre el infinito azul del cielo en un instante fabuloso. Jamás pasó por mi mente la posibilidad de un chispazo de luz tan brillante; el resumen del tiempo y la distancia entre tanta luminosidad, entre tanta grandeza.

Antonio Cerezo

Era el final de un dí­a hermoso, lleno de experiencias, de arduo trabajo. De satisfacción í­ntima por la entrega a la vida; de gozo pleno por la existencia. Tomé la ruta acostumbrada en mi automóvil; tení­a ya cinco años de realizar el mismo recorrido y lo hací­a con la inercia de la costumbre. El trinar de los pájaros que jugueteaban sobre las copas de los árboles en la larga avenida, endulzaba mis oí­dos; mecí­a mi alma llenándola de satisfacción. Pensaba en mi familia; en la placidez del hogar llevado con bien a través de tantos años cuajados de satisfacciones, en la progenie desarrollándose, en la excelsitud de la existencia. Me detuve ante la luz roja del semáforo, entre otros vehí­culos. Escuché de pronto el estampido que me perdió por las rutas del olvido.

El silencio era tan grande, que pesaba. Mi cabeza parecí­a pronta a estallar en mil pedazos. Veí­a borroso. No alcanzaba a identificar nada. Cerré los ojos y me dormí­ quién sabe por cuanto tiempo. Volví­ por los caminos de la infancia; por sus veredas floridas, por los campos más hermosos de la vida. Viajé por el turbulento rí­o de la adolescencia y me encontré de pronto frente al altar contrayendo nupcias. Recorrí­ distancia tras distancia desde mi origen, en cí­rculo perfecto: vi nacer a mi hijo mayor; surgir desde el vientre de su madre, a la luz de un esplendoroso dí­a. Seguí­ paso a paso su desarrollo del cuerpo y del alma; me fundí­ con él y crecimos juntos en la satisfacción y la alegrí­a; observé el alumbramiento de mis otros hijos y formé un racimo de luz y de esperanza. Me encontré conduciendo de nuevo por la larga avenida adornada por frondosos árboles, escuchando el arpegio de los pájaros.

Abrí­ los ojos. Aparatos por todos lados. Sentí­ un dolor agudo en la espalda y quise moverme. No pude. Qué difí­cil respirar. El aire se negaba a entrar a mis pulmones. Mis ojos se moví­an en cí­rculos tratando de identificar el lugar. Qué dolor de cabeza. Nadie conocido; nadie, más exactamente. Intenté mover la mano, pero sólo sentí­a la sensación de una amarra. Un enorme deseo, emanado de lo más profundo de mi ser, me impelí­a a moverme, a escudriñar todos los rincones en busca de mi familia, de mi esposa, de mis hijos. El esfuerzo me produjo un dolor insoportable; un martilleo estridente en las sienes que me obligó a cerrar los ojos de nuevo al conducirme por ahí­, por los senderos hermosos de mi pervivencia.

Ese dí­a caminaba por el bosque entre el ambiente perfumado de las flores y ese aire purí­simo que hinchaba mis pulmones en un deleite afrodisí­aco para mi ser. Me tendí­ de cara al cielo a contemplar tanta belleza, y los vi venir uno por uno: primero ella, la niña, mostrando sus hermosos dientes, con el cabello suelto hamaqueado por el viento; detrás, el más pequeño de mis hijos brindando a manos llenas su inocencia; y de pronto, todos juntos: mi esposa con la prole tomados de las manos con el colorido del arco iris. Entonces corrí­ por el campo con un grito de euforia manado de mis labios. Fue una carrera loca, desesperada, anhelante, sobre la verdura del campo intentando llegar al horizonte, hasta que desfalleciente caí­ de bruces sobre el pasto.

Abrí­ los ojos y los vi con sus caras asustadas. Me observaban fijamente. Quise hablarles, mas no pude. Por mis mejillas resbalaron un par de lágrimas rebeldes y mi esfuerzo se concentró en mover la mano: la derecha porque la sentí­ menos dura, menos rí­gida. Sentí­ que los dedos pretendí­an estirarse; que los músculos de mi brazo querí­an saltar desesperados para abrazar a mis seres queridos; pero permanecí­ inmóvil. Sus miradas se posaron sobre la mí­a y avanzaron. Sus labios fueron posándose en mi frente uno a uno, y sus lágrimas regaron abundantemente mi rostro. La excitación dentro de mí­ creció. Mi pecho estaba a punto de estallar y la cabeza me dolí­a enormemente. Cerré los ojos y escuché sus pasos al abandonar la habitación. Me sumergí­ de nuevo dentro del sopor de las tinieblas.

Me deslumbró de pronto la incandescencia de una fortí­sima luz, y mi cuerpo pareció flotar sobre su destello. Fue realmente un aletear de pájaros sobre la médula espinal que me produjo un escalofrí­o tremendo; un diluirme en el espacio envuelto para siempre en un instante, entre el fulgor de la luz del firmamento.