«Los padres de familia deben ser los principales educadores de sus hijos, inclusive en materia sexual».
Cardenal Rodolfo Quezada Toruño
Todos los días, al final de la tarde, cuando llega la hora de guardar los juguetes y pensar en la oscuridad de la noche, Martín es abusado sexualmente por su padre. Apenas tiene cinco años y no encuentra nada extraño en esas caricias pesadas y esos abrazos llenos de vellos que suben y bajan por todo su pequeño cuerpo.
ricardomarroquin@gmail.com
Martín no lo sabe todavía, pero dentro de algunos años, adolescente ya, cuando recuerde estos momentos, una opresión en el pecho le dirá que al final de cuentas esas expresiones de cariño no son tan normales. Mientras tanto a Martín le hacen falta muchos meses, años quizá, para mantenerse en esa situación que le impide moverse hasta que su organismo reacciona y corre al baño para hacer pipí, porque su cuerpo todavía no sabe hacer nada más. Seguramente Martín se sorprenderá cuando sepa que de niño fue abusado sexualmente; sentirá mucho enojo también porque nunca antes alguien se lo dijo.
Pero ni modo, pese a que Martín vive en un Estado laico, son las ideas religiosas las que todavía dominan en la sociedad, y según la apreciación de la jerarquía católica envuelta en albas largas ceñidas por el cíngulo (que representan la pureza y la castidad) es el padre de Martín quien debe instruirlo en las cuestiones del sexo. ¡Vaya manera de aprendizaje!
Martín no entiende esa palabra «tolerancia» a la que ha hecho referencia el Cardenal Rodolfo Quezada Toruño en su último comunicado de prensa. Quizá la entienda menos al ver al Arzobispo con un aspirador endouterino diciendo de manera socarrona que «es una maravilla» al manifestar su total rechazo a los métodos artificiales de planificación familiar. Seguramente tampoco se dio cuenta, años atrás, cuando también comparó las pastillas anticonceptivas con balas, porque al final de cuentas «tenían la misma función»: matar gente.
«Es evidente la obligación de todo padre de familia, muy grave por cierto, de educar a sus hijos y proporcionales la instrucción o educación sexual correspondiente a su edad», ha dicho el Cardenal. Y claro, la situación es de suma «gravedad», sobre todo cuando se trata de un tema tan especial como la sexualidad de los seres humanos, porque es un factor que, mal abordado, impide el desarrollo integral de la persona. ¿O acaso no es la sexualidad la que nos define como hombres o mujeres?
Y sí, el Cardenal también tiene razón al recordarnos que «cualquier Iglesia tenga la facultad constitucional de exponer su doctrina», pero otra cosa es intentar imponer una serie de ideas que practica un grupo para toda la sociedad. No todos compartimos la fe católica ni una concepción religiosa de la realidad; no basamos nuestro comportamiento en normas morales surgidas desde el púlpito o desde el micrófono de un pastor.
Quizá el Cardenal junto con la jerarquía católica que se opone a la educación sexual impartida por el Estado deban reflexionar un poco más sobre el peligro que corren los niños y las niñas cuando son dejados «a la buena de Dios» al pensar que únicamente los padres son idóneos para impartirles la educación sexual. ¿Qué hacemos en el caso de Martín, por ejemplo?