El tañer de las campanas


Mario Gilberto González R.

La tarde antigí¼eña languidece, entre el quejumbroso doblar de las campanas y el penetrante aroma del ciprés.


De los vetustos campanarios salen como parvadas de palomas, las notas dolorosas que lloran el recuerdo del viaje sin retorno de nuestros antepasados.

Lloran sin cesar, desde la media tarde del Dí­a de los Santos, hasta el mediodí­a de finados o difuntos.

El toque de la campana mayor, simboliza justo el momento en que se rompe el delgado hilo de la vida y el alma vuela a la eternidad.

La esquila alegre suena dos veces en representación de la vida y de pronto, la campana mayor la corta repentinamente y se hace un espacio de silencio, para simbolizar que la vida termina. Ese silencioso intervalo significa el momento cuando el alma se desprende del cuerpo y vuela a la eternidad.

Imaginemos que escuchamos dos veces sonar la esquila en el vetusto campanario franciscano e inmediato el toque de la campana mayor que apaga esa alegrí­a y se queda vibrando hasta perderse lentamente.

Jorge Manrique en las coplas a la muerte de su padre, lo expresa magistralmente.

Recuerde el alma dormida,

avive el seso e despierte

contemplando.

como se pasa la vida

como se vive la muerte

tan callando

La costumbre manda que las familias antigí¼eñas se reúnan tres veces en la ví­spera del Dí­a de Difuntos.

Por la mañana, en el Cementerio San Lázaro para visitar, ornamentar con flores de siemprevivas y coronas de ciprés las tumbas y elevar preces por el descanso eterno de las almas de sus antepasados y amigos. La corona de ciprés significa la sólida y permanente fidelidad afectiva.

Al mediodí­a, en la casa familiar para degustar el delicioso, apetitoso y tradicional fiambre

Hay familias que hacen el suyo y siguen al pie de la letra, la receta de la abuela o de la mamá. No la dan, porque sigue siendo «secreto de familia». El secreto está en el caldillo que es el que le da sazón a las verduras y a las carnes. Por supuesto que se añoran las butifarras de doña Bárbara Rivera de Mazariegos y los chorizos negros y colorados de la Catocha (Catalina Flores)

Inolvidable el fiambre de doña Piedad Castañeda de Asturias, de doña Pepa Aragón de Palomo, de Marí­a Navas, de doña Meches de Dí­az, de las hermanas Rojas, de doña Concha Arimany de Azurdia, que hací­an las delicias de esa reunión familiar.

El fiambre es único plato en el dí­a de los Santos y también de pocas horas, porque una vez terminado, hay que esperar un año para saborearlo de nuevo.

De sobremesa, vuelven los recuerdos familiares de lejanos dí­as de la infancia y juventud. Un suspiro o una lágrima adormecen tiempos idos en un vací­o profundo que lo envuelve la nostalgia.

Al atardecer, se vuelven a reunir las familias para compartir la cabecera. Entre rezos y recuerdos, se destapan los apastes que contienen el delicioso eluatol que se sirve en escudillas de barro con sus granitos de maí­z tierno y su salsa de chile no picante. Gí¼isquiles y elotes tiernos cocidos y pedazos de ayote y jocotes en dulce. Es el momento de traer a la memoria a los antepasados y revivir pasajes que dejaron huella y que jamás se olvidan. La sabidurí­a y lo bonachón de los abuelos, la rigidez de los papás, las travesuras de los hermanos y las aventuras que con la ayuda de cupido, rompieron lanzas en los balcones de la vecinita.

El tema de la vida, de la muerte y de la eternidad, transcurren -con sencillez- envueltos en aires filosóficos, religiosos y literarios. Ante esos insondables misterios, todo son conjeturas, pero que dejan inquietudes sin solución. ¿Qué es la vida?, ¿Qué es la muerte?, ¿Qué es la eternidad? La vida discurre entre dos polos insondables: la cuna y la tumba. Cada quien trata de explicarlos a su manera, pero nadie queda convencido.

Desde niño, oí­ hablar de la muerte de mi abuela materna doña Esther, dos meses después que nací­, pero la primera vez que me encontré con la muerte, fue cuando siendo niño, acompañé a mi abuela paterna al velatorio del Dr. Hermógenes Vásquez y después al del sacerdote Crespo, párroco de Catedral, ambos ya entrados en años. Sentado en la sala familiar y frente al ataúd del Dr. Vásquez, empezó mi tierna mente a cuestionarse sobre ¿Qué es la vida y que es la muerte? Si el Dr. llegaba a la casa a curar ¿Por qué se habí­a muerto y no se curó él mismo? Si el padre Crespo estaba tan cerca de Dios y llevaba el viático a los enfermos ¿Por qué se habí­a muerto? Y al comprobar que los doctores y los sacerdotes también se mueren, confieso que tuve miedo, por primera vez, de encontrarme con la dama de la guadaña.

En esas conversaciones, a pesar del tiempo transcurrido, alguien se lamentaba que, si se hubiera hecho tal o cual cosa, hoy serí­a diferente. Otros, en cambio, aceptaban los designios divinos de que existe el tiempo de nacer y de morir. Que cada humano tenemos asignada un a porción de vida que no la podemos extender un segundo más.

La oscuridad de los callejones y alamedas, la poca luz en sus calles y el triste tañer de sus campanas, hací­an lúgubre la noche antigí¼eña. Más aun si esa noche estaban libres los espí­ritus y fácilmente podí­an espantar. Los espantos no podí­an faltar en esa noche de tinieblas y tañido de campanas. Unos vieron pasar sombras, otros escucharon lamentos, otros tení­an en los brazos y en las piernas, cardenales en señal de haber sido pellizcados por sus difuntos.

A prima noche, los vecinos volví­an a vestir de negro para asistir a la ceremonia «La Tumba» en la S. I. Catedral.

En la puerta, varios vecinos anotaban en papelitos el o los nombres de los difuntos. La nave central de la iglesia estaba con cortinajes negros. Al pie del altar mayor, un catafalco cubierto con una tela negra y una cruz plateada, simbolizaba la tumba y cuatro blandones gruesos, alumbraban escasamente el catafalco y la iglesia. Todo era tinieblas. El sacerdote salí­a cubierto de una capa negra. Aspergaba con agua bendita el rededor del catafalco, quemaba incienso y pronunciaba oraciones referentes a la muerte terrenal y el nacimiento a la vida eterna. En ese ambiente, daba pavor escuchar esas admoniciones.

Las sombras se perdí­an con facilidad en la oscuridad de las calles, mientras en el silencio de la noche, se distinguí­an con claridad, las campanas de Catedral, La Merced, San Lázaro en el Cementerio Municipal, San Francisco, el Calvario y la Escuela de Cristo.

Franquear las ruinas y los caracoles que llevan a los vetustos campanarios, era una temerosa aventura. Las buenas gentes llevaban a quienes pasaban toda la noche en los campanarios, mazos de candelas y apastes con la cabecera.

Lo mismo hací­an los vecinos. En un recodo de la casa, levantaban un pequeño altar con la efigie o el cuadro de un crucificado. Dos floreros para expresar la alegrí­a de su retorno, un vaso de agua para saciar su sed y la luz de una veladora para alumbrar el camino. Y quienes tení­an ventanales en sus casas, colocaban los apastes de eluatol, elotes y gí¼isquiles cocidos y ayote y jocotes en dulce alumbrados por una vela. Toda alma que pasara frente a esa casa, encontraba su cabecera.

He contado que Tí­o Nacho, era el encargado de encender los faroles de la calle de la Concepción. Subido sobre su escalera al colocar la candela encendida en el farol, vio la apetitosa cabecera y pudo más la tentación que el respeto a los muertos y justo cuando alargaba el brazo para tomar un pedazo de ayote, escuchó lejos el llanto de la llorona, Soltó el ayote, abandonó la escalera, el mazo de candelas y el farol con el que se alumbraba y presuroso emprendió la huida con las piernas que le flaqueaban, el pelo hirsuto, palidez en la cara y un temblor de cuerpo que lo mantuvo en cama por varios dí­as. El secreto está que cuando se escucha lejos el llanto de la llorona, es porque está cerca. Y tí­o Nacho llegó a su casa con manchas en el pantalón, visibles adelante y atrás.

A la mañana siguiente, frente al altar del Santo Cristo del Perdón, en la S. I. Catedral, el sacerdote oficiaba de espaldas a los fieles, las tres misas rezadas, una a continuación de la otra.

Y de nuevo, volví­a a causar pavor, la lectura del

Dies irí¦, dies illa,

Solvet sí¦clum in favilla,

Teste David cum Sibylla !

Quantus tremor est futurus,

quando judex est venturus,

cuncta stricte discussurus !

Dí­a de la ira, el dí­a renombrado

en que los siglos se reduzcan a cenizas;

como testigos el rey David y la Sibila.

¡Cuánto terror habrá en el futuro

cuando el juez haya de venir

a juzgar todo estrictamente!

La trompeta, esparciendo un sonido admirable

por los sepulcros de todos los reinos

reunirá a todos ante el trono.

La muerte y la Naturaleza se asombrarán,

cuando resucite la criatura

para que responda ante su juez.

Aparecerá el libro escrito

en que se contiene todo

y con el que se juzgará al mundo…

Cada quien guarda, entre sus cosas preciadas, una reflexión, una oración o un poema relacionado con la muerte. Raquelita Gándara Riveiro -la Chiqui- fue por muchos años, mi compañera de trabajo. En marzo de este año nos dejó. Al revisar sus «cosas preciadas», su hermana Gloria encontró doblado en cuatro, un papelito que contiene esta belleza reflexiva y consoladora.

«Cuando el reloj de mi vida se detenga repentinamente,

no intenten darle más cuerda, tan sólo acepten ese hecho natural.

En el momento en que la pesada mano de la muerte se acerque a

a mi, para cerrar mis ojos, no intenten abrirlos de nuevo,

tan solo recuérdenme siempre.

Si la nave del adiós definitivo me lleva como su pasajero,

no intenten detenerme, tan sólo deséenme un buen viaje.

El dí­a en que se me apague el sol de la vida,

no intenten tomar mi mano y guiarme, tan solo recen por mí­.

Y cuando a mi corazón se le acaba el combustible de la vitalidad,

no intenten ponerlo en marcha con su lágrimas,

tan solo guárdenme dentro de su alma.

¡Alégrense, porque yo ya estoy feliz por siempre con Dios.»

Imposible que una lágrima deje de caer sobre el pétalo de una rosa que ornamenta una tumba, mientras que las campanas en los viejos campanarios, tañen quejumbrosas en la lúgubre noche antigí¼eña.