Marí­a Josefa


Por Antonio Cerezo

Marí­a Josefa se estaba muriendo. Habí­a sido atacada de manera inmisericorde por un sinnúmero de parásitos que, aprovechando la descomposición de su sistema inmunológico, la habí­an hecho su presa desde que nació en ese pueblo refundido en la montaña, donde sus padres sembraban la tierra y escasamente cosechaban el mí­nimo de granos para sobrevivir. Frijol y maí­z acompañado de algunas hierbas que su madre recolectaba en los campos aledaños, fue siempre su dieta al igual que la de sus hermanos vivos y muertos, que ya eran varios en aquella familia atosigada por la vida, y ahora ella estaba en peligro de engrosar las filas de los que habí­an transpuesto las barreras de este mundo.


Cuando llegó al hospital estaba barrigona, pálida, con tos y vómitos intermitentes que la tení­an en un estado de semiinconsciencia. Los médicos la recibieron de emergencia e inmediatamente le aplicaron suero para hidratarla, pero el diagnóstico fue inmisericorde. Si se salva, dijeron, quedará maltrecha del hí­gado, los riñones y hasta de la vista, porque la deficiencia en su alimentación la tení­a al borde de la ceguera.

Marí­a Josefa escuchaba como en sueños las voces desconocidas y el llanto de su madre que suplicaba la salvaran de la muerte, pero se veí­a en el campo jugando con sus hermanos a las escondidas por los cerros que eran ya su vida misma. Vení­ Carlos, le decí­a al menor, vamos a la cueva de la culebra. En dí­as pasados descubrieron que por la tarde un enorme reptil entraba en ella, pero por las mañanas no estaba. Posiblemente, decí­an, salí­a a jugar por los cerros como a ellos les gustaba y debí­an aprovechar para entrar a la cueva a esconderse de sus hermanos, que no sabí­an de la morada del reptil.

Siempre les gustó ese juego que los hací­a subir por las grandes pendientes y luego se deslizaban subidos en cartones como si se tratara de un enorme tobogán. Cuando se cansaban de correr, gritar, reí­r, jalonearse unos a otros, jugar a las luchitas, se bañaban desnudos en el rí­o cristalino que corrí­a raudo en busca del mar que debí­a quedar a enorme distancia. Sólo una vez lo habí­a visto Marí­a Josefa, cuando sus padres en un alarde de enfrentar la pobreza la llevaron a conocerlo, con la inmensidad de sus aguas y las enormes olas reventando en la orilla, como si quisieran hundirla a fuerza de golpes.

Esa mañana, cuando entraron a la cueva de la serpiente, se llevaron la sorpresa que sus hermanos estaban en ella y la algarabí­a que se desató fue impresionante. ¿Cómo nos encontraron? decí­a Minerva, si esto está bien escondido. Pues nosotros ya la conocí­amos de antes, ¿verdad Carlos?, presumí­a Marí­a Josefa. Pero vengan, dijo Carlos, vamos al rí­o a bañarnos y salió corriendo seguido por sus hermanos que, ni lentos ni perezosos, tomaron el atajo para llegar antes y apropiarse de los mejores cartones para deslizarse pendiente abajo en busca de las aguas cristalinas que tanto amaban.

El improvisado tobogán los conducí­a raudos hacia abajo y todos reí­an a carcajadas cuando alguno se salí­a de ruta y estaba a punto de estrellarse con un arbusto, o brincaba sobre algún promontorio de tierra, o dejaba el cartón tirado atrás obligándolo a regresar cuesta arriba para recuperarlo. Marí­a Josefa fue la primera en llegar y su sorpresa fue grande: su madre estaba al otro lado del rí­o más bella que nunca y la llamaba agitando las manos. Ven, le decí­a, apurate que vamos a sembrar las flores que nos trajo tu papá el otro dí­a. Eran flores de colores increí­bles, brillantes, rojas, blancas, moradas, rosadas, en fin, de miles de colores, pero las que más le gustaban a Marí­a Josefa eran las blancas que tení­an una especie de monjita en el centro. De esas sólo habí­a dos y le dijo a su madre que eran de ella, que las iba a cuidar y harí­a que salieran más para venderlas en el pueblo cuando fueran los domingos a la iglesia. Porque esa costumbre sí­ tení­an. Todos los domingos, vestidos con sus mejores ropas, caminaban como dos horas para llegar al pueblo a visitar la iglesia donde hablaban con Dios y le pedí­an por sus hermanos enfermos, por mejorar sus ropas, por comer mejor, por la salud de su padre que era el que más trabajaba en el campo para llevar los granos sagrados con que se alimentaban, en fin, pedí­an de todo lo que se les ocurrí­a y gozaban viendo a la gente cantar y pedirle al mismo Dios un montón de cosas pero no sabí­a cuáles porque sólo oí­an murmurar. Y lo mejor era el regreso a casa. Era el dí­a en que disfrutaban de la sopa que hací­a su madre con hierbas recogidas del campo, que les calentaba las entrañas y los hací­a creer que Dios los habí­a oí­do y les proporcionaba aquella comida de domingo tan exquisita.

Marí­a Josefa no sabí­a si correr en busca de su madre saltando por las piedras que la llevaban al otro lado del rí­o, o esperar a sus hermanos y atravesar todos juntos en busca de los brazos cariñosos que le hací­an señas para que se apuraran.

Finalmente dio un grito a sus hermanos para que la siguieran y guardando el equilibrio inició sus pasos en busca de atravesar la corriente. Cuántas veces habí­a hecho ese recorrido. Cuántas veces el rí­o la habí­a visto atravesar sus aguas en busca de la otra orilla, pero ahora lo hací­a con tanta ilusión que el corazón se le desbordaba. Fue la primera en llegar a la otra orilla y corrió desesperada a abrazar a su madre que tení­a los brazos abiertos. En el momento que iban a hacer contacto, como por arte de magia, su madre desapareció y ella, azorada, volteó a ver a sus hermanos pero también habí­an desaparecido. Sintió dolor. Dolor en el corazón, en el estómago, en la cabeza, en las entrañas mismas y las lágrimas afloraron a su rostro.

Marí­a Josefa estaba muerta. No fue suficiente la atención médica, el suero y los medicamentos para contrarrestar el ataque inmisericorde de los bichos que la consumí­an por dentro. No fue suficiente la ayuda recibida en el hospital para acabar con la anemia y la desnutrición crónica de ese cuerpo que semejaba una niña de seis años, cuando en realidad habí­a ya cumplido nueve.