«Irak el mundo de Scherezada»


Las noticias nos sobrecogen y van más allá de la realidad para entrar en un mundo de cruel fantasí­a, multitudes viviendo bajo la metralla, explosivos, terrorismo sofisticado, las formas más exquisitas del seppukú, jóvenes con el pecho cubierto de explosivos que son los suicidas mensajeros de Alá.

Doctor Mario Castejón
castejon1936@hotmail.com

La vida en Irak y en la mayorí­a de naciones árabes no vale nada. No ha pasado un dí­a en casi ocho años, óigase bien, un solo dí­a, que las noticias no hablen de muertes, violencia y atentados. Guerra de información y ruedas de prensa de unos y otros; los principales del Pentágono en conferencia permanente, las cadenas noticiosas de uno y otro lado dando a conocer su visión de ese mundo, mentiras, secuestros, y ejecuciones.

Pareciera como si esa «tierra de nadie» hubiera salido de una historia de ficción, parte de un planeta desconocido y no el centro de la pení­nsula de Arabia, casa de poetas y pensadores, cuna del Califa Harún El Rashid, el dueño de Scherezada, con sus visires, lámparas maravillosas y alfombras voladoras que veí­an correr las aguas del Tigris y el í‰ufrates, las mismas aguas que hicieron crecer oasis, huertos y datileras hace miles de años.

Pensé que los Estados Unidos con todo su inmenso poder, su aparato de inteligencia, su coheterí­a balí­stica y cualquier cantidad de miles de millones de dólares lo darí­a todo por encontrar al hombre que fuera eje de unidad y terminara con la hostilidad de las naciones árabes. Ese factor para que aquella nación fuera respetada y a lo mejor hasta amada en esa tierra convulsa es una misión imposible, algo que hoy por hoy parece más fantasioso que los Cuentos de las Mil y Una Noches. Sin embargo ese hombre existió a principios del Siglo XX encarnado en una figura que trascendió al mundo en la segunda década de ese siglo: Thomas Edward Lawrence.

Dice Lowell Thomas, su biógrafo, que cuando lo conoció en una calle de Jerusalén, le llamó la atención el contraste. Lucí­a como un joven beduino con magní­ficas vestiduras reales que le daban el aspecto de un rey o el califa de cuento oriental que ni aún por su exigua talla de cinco pies, ocultaba su dignidad al pasar. Era notorio que se trataba de un hombre caucásico, tan tostado por el sol del desierto que su piel habí­a alcanzado ese color caracterí­stico de lava. Rubio como un vikingo, limpio y rasurado, sus intensos ojos azules que lo veí­an todo se mantení­an abstraí­dos como en contemplación interna. Caminaba con las manos entrelazadas y portando al cinto una cimitarra de oro, hasta pudiera parecer uno de los jóvenes apóstoles vuelto a la vida.

Más tarde, dice Thomas, visité al general Ronald Storrs, secretario del Alto Comisionado de Egipto, mi sorpresa fue encontrar al prí­ncipe beduino leyendo un volumen de arqueologí­a frente a Storrs quien dijo: «tengo el gusto de presentarle a usted al coronel Lawrence, rey sin corona de Arabia».

Aquel joven versado en escrituras cuneiformes al que atraí­a la poesí­a era un graduado de Oxford. Sin bombos ni platillos cambió la faz de un pedazo del mundo ganándose el respeto de hombres violentos y audaces. Arrastró a las tribus nómadas de Arabia a una campaña contra los turcos en un ataque fulminante que hombres de estado y sultanes no pudieron realizar durante siglos y vino a ser el azote de los asesores de guerra alemanes. Vivió con las tribus errantes del desierto, restituyó los sagrados lugares del Islam a los descendientes del Profeta y colocó a la cabeza de los ejércitos beduinos al Jerife de la Meca proclamado Rey de Hedjaz. Se convirtió en el Consejero y estratega del Emir Feisal, hijo mayor del Jerife, sabiendo desaparecer para dejarlo a él ser el actor principal en el momento indicado, ganando así­ su amor y confianza. Al atardecer leí­an juntos aquel trozo del poeta Mutanabbi: «Â¡Ah! Cómo me conocen la noche, el desierto y mi corcel y la lanza, la batalla, la pluma y el papel».

Lawrence desbarató los sueños de los turcos dueños del estratégico paso de Los Dardanelos frente a Constantinopla, la ruta principal de la inmensa Rusia y salida de Europa. Eso fue posible gracias a ese pequeño hombre que habí­a sido rechazado por el Ejército británico por no llenar los requisitos fí­sicos requeridos. Ese joven vestido con un kuffieh de seda blanca bordado en oro y plata, un abba de pelo de camello y sujeta a la cintura la corva cimitarra de los prí­ncipes de la Meca, llegó a ser el Comandante en Jefe de un Ejército de miles de beduinos montados en rápidos camellos y veloces caballos, convirtiéndose en el terror de los turcos.

Habí­a nacido en Galway, Irlanda en 1888 y concurrió a Oxford partiendo luego para Arabia en misión arqueológica mientras los ingenieros alemanes construí­an el ferrocarril Berlí­n-Bagdad. Lawrence trabajaba en excavaciones y recorrió el desierto durante siete años preocupado por la hegemoní­a alemana en la región haciéndose más y más amigo de los árabes y hablando sus diferentes dialectos. (continuará)