Veinte años después de la caída del Muro de Berlín, Alemania hace gala de una nueva seguridad a nivel internacional y no vacila en decir que no a sus socios cuando se trata de defender sus intereses.
Hasta 1989, entre Estados Unidos y la Unión Soviética, «Alemania era un objeto de política exterior, ahora es un sujeto», define Jackson Janes, del Instituto norteamericano de Estudios contemporáneos sobre Alemania.
Los alemanes defienden ahora intereses nacionales. Hasta la reunificación, «ser europeo era el único nacionalismo permitido en Alemania», recuerda Ulrike Guérot, del Consejo Europeo para las Relaciones Exteriores.
Liberada de las obligaciones inherentes a la división en dos Estados pertenecientes a dos bloques, «se vio confrontada a nuevas elecciones y aprendió a decir que no», explica Janes.
Apenas reunificada en 1990, Alemania se limita a financiar la ofensiva liderada por Estados Unidos para liberar Kuwait de la ocupación iraquí.
Pero en 1999, el canciller Gerhard Schroeder consigue el acuerdo del Parlamento para participar en la campaña aérea de la OTAN contra Serbia en Kosovo.
Desde entonces, las fuerzas alemanas multiplican las operaciones en el extranjero, desde las costas de Líbano hasta las montañas de Afganistán, donde forman el tercer contingente extranjero, después de Estados Unidos y Gran Bretaña.
El propio canciller Schroeder es quien, después de proclamar que la política de Alemania sólo será dictada por sus intereses, se negó a participar en la guerra de Irak.
La canciller Angela Merkel a su vez se ha negado a hacer frente común con sus socios europeos para luchar contra la crisis financiera de 2008. Critica acerbamente a los financieros norteamericanos y rechaza las presiones de Washington para reequilibrar los intercambios comerciales.
«Alemania toma conciencia de su lugar», comentó el ex presidente de la Comisión Europea Jacques Delors en una entrevista del diario francés La Tribune. «Alemania ya no es la que consentía sacrificios porque quería hacerse perdonar».
«Nos hemos convertido en un Estado-nación normal, y eso es algo justo», añade Eberhard Sandschneider, del Consejo alemán para Política Exterior.
Ulrike Guérot teme, no obstante, que este «retorno a la normalidad esté disimulando una «renacionalización»».
Detecta en la clase política y económica alemana un discurso adyacente del estilo: «Hemos pagado demasiado tiempo por los demás, tenemos que desquitarnos».
Este estado de ánimo conlleva para Alemania un abandono de sus responsabilidades europeas, piensa Guérot, porque mientras pagaba seguía dominando la situación y fijaba las reglas de la construcción europea.
Otros piensan en cambio que Alemania, primera exportadora mundial, primer potencia económica europea con 82 millones de habitantes, todavía es demasiado tímida.
«Alemania sigue siendo prisionera de su historia. Nuestra política todavía sigue siendo demasiado reservada. Merkel no está lista para la confrontación», estima Stefan Cornelius, editorialista del Sí¼ddeutsche Zeitung.
En esto, la canciller refleja sin duda la ambivalencia de sus compatriotas. En un estudio de la Universidad de Stuttgart publicado la pasada primavera, un 75% de encuestados, el doble que en 2001, dijeron que se sentían «orgullosos de ser alemanes, a pesar de la historia de su país».
Pero si bien un 61% de alemanes aprueban que en determinadas ocasiones, como el Mundial de fútbol organizado por Alemania en 2006, sea enarbolada la bandera nacional, negra, roja y dorada, un 53% dicen que ellos jamás lo harían.
En veinte años, desde el hundimiento del sistema comunista, Europa central ha vivido la experiencia inédita de metamorfosear unas economías dirigidas e integrarlas en las economías de mercado.
«Todos lo hemos logrado, y eso que en aquel momento el éxito no estaba para nada garantizado», se congratuló el ministro polaco de Finanzas, Jacek Rostowski, en un reciente foro económico regional en Krynica (sur).
Polonia, la mayor economía entre los diez nuevos miembros de la UE en 2004, fue la primera que lanzó una reforma sistemática en 1990. Hoy en día es el único país de la UE que ha preservado un crecimiento económico a lo largo de la crisis.
Los cambios han transformado totalmente el paisaje económico de los países llamados del Este, barriendo buen número de pilares de la economía comunista, como los astilleros polacos, cuna de la lucha contra el antiguo régimen y ahora a punto de desaparecer.
Sólo algunos, privatizados parcial o completamente, han renacido. El fabricante automovilístico rumano Dacia (Renault) y el checo Skoda (Volkswagen), la petrolera polaca Orlen y la húngara MOL, se han convertido en actores a escala europea, al lado de recién nacidos locales o grupos internacionales que invirtieron en el Este.
«Al principio nos decíamos: «si pasar de una economía de mercado a una economía planificada es como preparar una sopa de pescado a partir de un acuario, la inversa será infinitamente más difícil»», recuerda Ivan Miklos, padre de la reforma eslovaca.
El objetivo parecía común: la economía de mercado. Pero el punto de salida, los métodos adoptados y el ritmo de los cambios han variado.
Hungría, Checoslovaquia o Alemania oriental estaban considerados países de ensueño en una Polonia donde ciertos productos estaban racionados, un país con una inflación cercana a 750% en diciembre de 1989.
Los países bálticos, que recobraban su independencia de la Unión Soviética en 1991, estaban obligados a construir de nuevo sus propias economías.
Al principio, «nosotros ni siquiera sabíamos a qué país iba nuestra producción», recuerda Kazimiera Prunskiene, la primera jefa de un Gobierno lituano independiente.
Polonia apostó por su Big Bang desde el 1 de enero de 1990.
«Había que apagar rápidamente el incendio (de la hiperinflación), liberalizar y lanzar cambios institucionales profundos: privatizaciones, creación de una bolsa de valores, de un banco central independiente…», explicó a la AFP Leszek Balcerowicz, autor de la «terapia de choque» polaca.
Hungría lanzó su reforma gradual en 1992. Bulgaria puso en marcha oficialmente sus primeras privatizaciones en 1997.
«La ex RDA es una excepción. No tuvo que salir adelante ella sola porque la rica hermana mayor, la ex RFA, la tomó bajo su manto», explica Karl Brenke, especialista de la reunificación en el instituto DIW de estudios económicos.
Las reestructuraciones masivas, de las que se beneficiaba a menudo la ex nomenclatura, estuvieron acompañadas de abusos y generaron desempleo, un fenómeno nuevo en el bloque del Este, donde trabajar era una obligación.
El paro en la ex Alemania oriental sigue siendo el doble que en el Oeste. Los ingresos de un ciudadano de la ex RDA está compuesto hoy por ayudas sociales en un 40% como promedio.
El cierre de minas rumanas costó su puesto a 90.000 mineros. Un nuevo proyecto prevé la supresión 48.000 empleos suplementarios de aquí a 2012.
Según Witold Orlowski, experto de PricewaterhouseCoopers, «ningún Gobierno occidental hubiera sobrevivido ni seis meses con semejante programa de sacrificios.