Antonio Cerezo
Era el 4 de mayo. El año no importa. Copioso en lluvia como ninguno; de esos días en que parece deshacerse el cielo con el deseo pleno de inundar hasta el más ínfimo rincón de la tierra. Era el agua bendita que había estado esperando desde hacía ya bastante tiempo, por el insoportable calor de los días de verano: la veía caer a torrentes desde su escritorio ubicado en una oficina del cuarto nivel de un céntrico edificio. Era un espectáculo formidable.
Trabajaba en esa oficina desde hacía una buena temporada, por las tardes, aunque generalmente le tomaban por sorpresa las horas de la noche embebido en el trabajo. Estaba absorto en la contemplación del fenómeno; dejó a su espíritu flotar en la suavidad del murmullo adormecedor de las gotas de lluvia golpeando sobre los vidrios, y su vista recorrió las calles aledañas en las que se confundían las personas con sus paraguas al caminar con rapidez, y se veían las largas filas de vehículos circular lentamente debido a la poca visibilidad que reinaba en el ambiente. De pronto la vio: tenía la cara demudada por la estupefacción y los observaba inmóvil, sin chistar, mientras le arrancaban los aretes, el reloj, su bolsa de mano. Los ladrones le dieron un empellón y huyeron a toda carrera bajo la protección de la lluvia y las tinieblas. No pudo resistirlo; con las sienes palpitándole aceleradamente por la furia que le produjo observar un acto tan vil, se encontró repentinamente presto a ayudarla. Estaba tendida boca arriba con los ojos muy abiertos regados por la lluvia; mojados un poco también por las lágrimas de su impotencia. La reconoció inmediatamente; cómo no habría de reconocerla si tantas veces la había visto en las canchas. Cómo no habría de reconocer a la campeona nacional de tenis si en muchísimas oportunidades la había admirado por su entrega total en el juego y por su deslumbrante belleza. La tomó por los hombros e intentó calmarla.
-Ya pasó todo, campeona; no hay nada más qué temer.
Sus enormes ojos estaban posados sobre los de él, incrédulos, asustados, fijos. Por más voces de aliento que pronunciaba, la rigidez de su rostro no cedía un ápice; la zangoloteó con fuerza e intentó cargarla. De pronto estalló en llanto y se prendió de él con infinita desesperación. El pretendía calmarla con la suavidad de sus palabras; las lágrimas de ella regaban su hombro. No fue sino hasta que ya se encontraban en un restaurante cercano, cuando pudo apreciar el inmenso sol de su sonrisa y escuchar el exquisito timbre de su voz al pronunciar «gracias». Bebieron con avidez una naranjada y se dejaron llevar por una fluida conversación que los hizo olvidar la extraña situación de su fortuito encuentro. El tiempo pasó volando. Cuando se percataron de la hora, salieron en precipitada carrera rumbo a la casa de Inés; era ya de madrugada. Sin embargo se sentían felices; cantaban a dúo la canción de moda que se dejaba oír por la radio y se olvidaron de la lluvia, los rayos, el ambiente húmedo de la noche. Cualquiera al verlos hubiera pensado que se conocían desde bastante tiempo atrás. Al llegar a los linderos de la ciudad sintieron el impulso de recibir sobre sus cuerpos la lluvia y se bajaron del carro para caminar sobre los verdes y empapados arriates, bajo los frondosos árboles que engalanaban la avenida. El cielo les daba como regalo el refulgir de innumerables estrellas que ayudaban al regocijo de sus almas. El esplendoroso paisaje los invitaba a introducirse en él para recrearlos con la magnificencia de su belleza. Se embriagaron con el perfume de las flores, olvidándose por completo del tiempo que transcurría inexorable. No fue sino hasta que el sol pugnaba por derrotar a las tinieblas que divisaron la fachada de la casa de Inés. Al observar el tumulto frente a la residencia, sus corazones galoparon con extrema rapidez y se aproximaron raudos para ver lo que ocurría. Un carro de bomberos con la luz roja intermitente encendida, una radiopatrulla, varios agentes de policía y algunas otras personas que trataban de darle ánimos a una pareja fuertemente abrazada, fue el espectáculo que encontraron frente a sus ojos. Sus mentes tejieron rápido la maraña y dedujeron que alguien debió ver el incidente del asalto. La noticia que tenían sus padres era de una golpiza y de su posterior desaparición, llegada por diversos canales: unos decían que tres individuos la habían introducido a un vehículo no sin antes propinarle tremenda tunda; otros opinaban que había sido herida con arma blanca y que para no dejarla tendida en aquel lugar, la habían introducido dentro del baúl de un carro posiblemente para arrojarla a algún barranco. En fin, las versiones eran varias pero todas coincidían en la desaparición de Inés. No les dieron tiempo de dar explicaciones; varios agentes se abalanzaron inmediatamente sobre él. Le dieron de empellones, lo echaron con violencia al suelo y lo esposaron. De nada valieron los gritos de Inés, sus explicaciones, su llanto. No salía de su asombro; su mirada se posó interrogante sobre la de ella. Lo subieron a la radiopatrulla y lo condujeron a un cuartel de policía para interrogarlo. Muchos fueron los golpes, los interrogatorios procaces. Lo condujeron al lugar del suceso para reconstruir los hechos. Durante varios días no le permitieron ver a nadie. No aceptaban explicaciones. Estaban convencidos de que él era copartícipe del secuestro y lo humillaron tomándole fotos, fichándolo. Fue confinado a una celda. Sentado en un rincón, anonadado, no podía comprender lo que había sucedido. Su angustia era total. Sin embargo, el esplendoroso sol de la esperanza le llegó con aquel pedazo de papel firmado por Inés; le explicaba muchas cosas: que había sido un malentendido, que no se preocupara. Le decía que muy pronto recobraría su libertad. Esa noche durmió profundamente.
Cuando salió de la prisión recibió las disculpas de los señores agentes; de Inés y de sus padres obtuvo un cúmulo de explicaciones y las muestras del más profundo agradecimiento. El primer timbrazo lo escuchó a lo lejos, anonadado; los siguientes, de mayor intensidad, lo obligaron a volver la vista hacia el aparto telefónico. Afuera, la lluvia continuaba cayendo a torrentes. Estiró el brazo con desgano para tomar el auricular, y contestó.