Mario Cordero ívila
Personalmente, estoy en desacuerdo con esas personas que creen que todo tiempo pasado fue mejor y que viven quejándose de la pérdida de las tradiciones. Fundamentalmente, porque creo que si una tradición se perdió, es porque no se preservó y que, como los tiempos cambian, también las condiciones que se dan para que una actividad se realice año con año.
Por ejemplo, la preparación del fiambre para el 1 de noviembre, me parece que es una de las tradiciones más ricas, tanto cultural como culinariamente, de nuestro país. Sin embargo, si estimamos el precio del fiambre, podríamos pensar que de a poco más familias se desestimulan de hacerlo.
Recientemente, asistí a una obra de teatro que se basaba en que los espectros y espantos de nuestras leyendas de antaño (es decir, el Sombrerón, la Llorona y compañía) intentaban asustar a dos jóvenes, pero éstos, por no conocerlos, no sentían temor. La moraleja de la obra era que, irremediablemente, se estaban tirando al olvido al Cadejo y a las ánimas, y todo por culpa nuestra, porque no queremos conocerlos. Al menos, ése fue el mensaje que me quedó a mí.
Quizá para algunos, este mensaje sea correcto. Pero, antes de continuar, se me olvidó mencionar que, como parte de esta obra de teatro, la Siguanaba salía como una parodia del programa «Laura de América», y que, al final, todos los actores participantes bailaron, muy ad hoc al tema, la canción de Thriller, del ya finado Michael Jackson. Esto me pareció contrastante con el mensaje, porque si, precisamente, nuestras leyendas están quedando a un lado, es por la globalización de la cultura y por la pérdida de vigencia de los mensajes.
Pero vayamos por partes. En este ensayo, pretendo analizar las razones (más no quejas ni llantos) por las cuales los personajes de nuestras leyendas están perdiendo vigencia.
SUSTRATO INDíGENA
Nuestro sistema «legendario» y de «espectros», vale la pena recordarlo, fue cimentado en tiempos coloniales. Las autoridades de la moral, es decir, los gachupines y la Iglesia Católica, se valieron de recursos populares para catequizar a la población. De esa forma, se establecieron los nacimientos, las posadas, las pastorelas, las procesiones, las danzas y otras formas de transmisión de valores.
Sin embargo, la trascendencia de estos recursos se basó en que se retoma el sustrato indígena para hacer llegar el mensaje. Quiero decir, pues, que las estrategias culturales más efectivas fueron las que se «parecían» a las tradiciones prehispánicas.
En ese sentido, quizá nuestras leyendas más famosas tienen su sustrato indígena, con su transculturización española, componente que básicamente ofrece la moraleja. Por ejemplo, la Siguanaba, cuya raíz etimológica viene del k»iche» (Siguan, barranco, abismo; Waná, hermana, y B»a, espectro), retoma una figura prehispánica.
Otra figura es El Sombrerón, que en realidad es una homologación del Tzitzimitle, palabra con raíz etimológica del náhuatl. En su sustrato prehispánico, debió de haber sido una especie de espíritu travieso, pero en su transculturación asumió características occidentales. Es decir, era diestro en el arte de la caballería, tocaba guitarra española y era carbonero.
La mayoría de estas leyendas no tienen exclusividad con Guatemala, sino que se pueden encontrar sus rastros en toda Mesoamérica, e incluso, en la región andina.
í‰se es el caso del Cadejo, por ejemplo, o bien, la Llorona, que tiene una fuerte tradición en México, y hay estudios que aseguran que su leyenda surgió a raíz de una historia real entre una mujer indígena y un español que habría participado en la Conquista de los aztecas.
Esta leyenda, además, tiene una fuerte carga simbólica, ya que la Llorona está obligada a buscar a su hijo, supuestamente nacido y posteriormente abandonado, en sitios de agua. Simbólicamente, el agua puede significar el útero materno, por lo que la leyenda daría pie, al menos metafóricamente, a pensar en que el niño no fue abandonado, sino abortado.
Estas leyendas, junto a otras como la de los Rezadores de la Recolección, la de los cheles del chucho o la Tatuana, cuyas características son más cercanas a la tradición española, han logrado trascender, precisamente, por su fuerte carga simbólica, y no por pertenecer a un conocimiento demasiado local, por ejemplo, como las leyendas que intentan explicar por qué se forma el Xocomil del lago de Atitlán, ya que para comprender esto hay que estar ahí.
Esto fue bien comprendido por Miguel íngel Asturias (1899-1974), ya que identificó que en nuestros mitos regionales había universalidad, y por ello tuvo éxito con «Leyendas de Guatemala» (1930), su primer libro literario.
Vale señalar, también, que las leyendas «extranjeras» que sobresalen y que nos llegan hasta nuestros días, como la del conde Drácula y la del doctor Frankenstein, que nos hablan de los deseos de la inmortalidad, comprensible desde cualquier óptica antropológica y cultural.
Pero, pese a esta universalidad, existen factores por los cuales ahora nuestras leyendas están perdiendo vigencia.
EL FACTOR GLOBALIZADOR
Para acallar algunas críticas sobre mi supuesto desconocimiento de tradiciones y leyendas, quiero contar que yo crecí en el Barrio Moderno, en la zona 2 de la ciudad capital. Es decir, al puro pie del Cerrito del Carmen, donde, decían, se aparecía el Sombrerón. Yo todavía alcancé a escuchar a los cuenteros que se sentaban en las graditas de las casas, en las noches de mucho calor, para relatar las historias de espantos.
De ahí, de primera mano, yo temblaba de miedo cuando me contaban que al pobre Chepe, por andar de trasnochador, se le apareció el mismísimo Sombrerón, y por eso pasó cinco días en cama, reponiéndose del susto.
O de lo que le pasó a Margarito, un ebrio consuetudinario, que se le apareció el puro Cadejo, el malo (porque hay dos o tres, nadie sabe con exactitud), y desde entonces dejó de chupar.
Lastimosamente, hoy día ya no se dan esas condiciones para contar ni mucho menos para creer en estas historias. En primer lugar, ya no es posible, al menos en la ciudad capital, el estar reunidos tan vulnerables en torno a un viejito. La inseguridad se ha tomado las calles, y éstas ya no son espacios de socialización.
Por otra parte, cuando yo escuchaba estas historias, aún no había explotado el negocio de la televisión por cable, ni había nintendos, apenas uno que otro niño tenía Atari, y las computadoras, por aquellos años, sólo eran exclusividad de los bancos, la Empresa Eléctrica y el Ministerio de Finanzas. Por ello, no existían todos esos motivos para quedarse o enclaustrarse dentro de la casa.
En cambio, ahora, es todo lo contrario. La televisión por cable o el Internet nos cuenta otras historias de terror, quizá más impactantes que aquellas que cuentan lo que le pasó a alguien que, por curioso, se puso unos cheles de chucho, o de quien aceptó una candela o fémur de unos rezadores.
Asimismo, Internet, o más específicamente Google y Wikipedia, nos pueden explicar muchas cosas, y ya hoy día es difícil dar atol con el dedo con estas historias de miedo. Esto produce que nuestras sociedades y nuestra ideología sea, lastimosamente, más cínica, porque la moral encuentra en las explicaciones razonables un motivo para ser desechadas. Si no, que lo digan algunas figuras públicas y políticas de nuestro país, que aseguran que no hay forma de demostrar la «reconocida honorabilidad» de una persona.
LA FALLIDA MORAL
Desde los inicios del pensamiento moderno, con Sócrates, la moral formó parte de las preocupaciones de los pensadores. Obviamente, la capacidad del ser humano de discernir entre el bien y el mal es quizá la característica fundamental que nos empezó a diferenciar de los animales irracionales. Claro está, que hablo del ser humano de hace milenios, porque ahora hay diferencias abismales entre la bestia y la persona.
En consecuencia, nuestros sistemas políticos y sociales tendieron a convertirse en sistemas morales, es decir, a establecer condiciones mínimas preestablecidas de lo que está bien y de lo está mal. He ahí que las principales religiones del mundo dieron inicio con el establecimiento de normas, como los Diez Mandamientos del sistema judeocristiano, y por consiguiente, occidental.
Sin embargo, estos sistemas de a poco fueron perdiendo sus justificaciones científicas y, en cambio, se exigía que se aceptaran las normas como dogmas. El ejemplo que rápidamente se me ocurre es, siempre, de la tradición judía, en la cual estaba establecido, incluso, con qué mano había que limpiarse luego de defecar. La izquierda, por supuesto (y para quien no lo sabía). Esto era explicable con las razones de que no tenían papel de baño, ni jabón, ni cubiertos para comer, por lo que debían preservar una mejor higiene para la mano que más se usaba (la derecha). Claro está, que esto seguramente fue establecido por un diestro y no por un zurdo.
Así como esta norma, el sistema moral judío estaba fundamentado en razones de peso, pero, si no mal recordarán, fue Jesús quien se enfrentó contra este sistema moral, que había perdido su justificación científica y que se exigía que se aceptara como Ley de Dios. «El hombre es para el sábado, y no el sábado para el hombre», justificó en una ocasión, cuando le preguntaban que por qué sus discípulos no respetaban el descanso «obligatorio» del séptimo día.
Pero volvamos a lo nuestro. Sucede, pues, que si analizamos con atención, nuestras leyendas tradicionales se basan en sistemas morales que hoy día no tienen mucha vigencia y que las condiciones tecnológicas impiden que se den.
ANíLISIS
Creo no sorprender a nadie si digo que la leyenda de la Siguanaba estaba dedicada a los hombres lujuriosos. Este espectro se aparece sólo a los hombres que caminan solos, cerca de barrancos o espacios abiertos, pero sobre todo a los donjuanes. Es decir, a los promiscuos o infieles.
O el Sombrerón, dirigido contra la coquetería de las mujeres, que aceptaban el cortejo de cualquier hombre, sin el consentimiento de los padres. O contra el aborto o el abandono de los bebés, el cual era el pecado de la Llorona. O contra el alcoholismo, el cual era combatido por el Cadejo.
O los Rezadores de la Recolección y la de los cheles del chucho, que condenan la curiosidad malsana, o la Tatuana, que probablemente procede de una leyenda con sustrato gitano español, más cercano a las leyendas de la Inquisición europea, y que condenan la brujería.
El sistema moral de las sociedades premodernas se transmitía a través de la tradición oral. Por ejemplo, en nuestro caso, durante la época colonial, no había medios de comunicación masivos tan efectivos, y fue a través de estos relatos que se lograba transmitir qué era lo bueno y qué era lo malo.
Con el siglo XX, esa función la fue tomando la televisión, que se encargó (y encarga) de definir lo moralmente aceptable. Ya de nada sirve la Siguanaba, sino basta con ver los programas de «Laura de América» en que se castiga implacablemente al adúltero, y se le conduce a los Tribunales de Justicia, a pesar de que no se conoce de ningún caso de condena formal en contra de alguno de ellos.
Por ejemplo, otro cambio de visión es que el alcoholismo es hoy día considerado una enfermedad, y no una mala costumbre, por lo que el Cadejo no podría lograr lo que con mucho esfuerzo logran los Alcohólicos Anónimos.
O querer convencer contra el aborto con la leyenda de la Llorona, sobre todo porque hay un fuerte movimiento feminista que exige la legalización de esta práctica como parte de los derechos de las mujeres.
Todo esto ya lo sabía Oscar Wilde (1854-1900) desde hace más de un siglo, al publicar «El fantasma de Canterville» (1887), en donde la moderna familia estadounidense Otis, se burla del castillo embrujado en donde un fantasma se esfuerza para asustarlos con manchas de sangre en el piso, que son combatidas con el detergente más poderoso y más caro del supermercado.
En cambio, otros «mitos urbanos» están más enfocados en mantener ese sistema moral, como aquella leyenda que dice que si te emborrachas con mujeres que no conoces y que intentas enamorar, amaneces al otro día con un fuerte dolor de cabeza, durmiendo sobre hielo y sin uno de tus riñones. Es como fusionar al Cadejo con la Siguanaba.