Breve historia del libro


José Barrera G.

Sostengo, con apasionamiento si es necesario, que los primeros libros que se hicieron, hace aproximadamente cinco mil años, fueron más perfectos y efectivos que los libros actuales, electrónicos o impresos. Y es así­ porque aquellos libros maravillosos no sólo eran invisibles (!), sino que exigí­an una integración plena entre el individuo y el contenido, entre la historia narrada y el «lector», entre la comunidad y la ficción.


No habí­a, pues, intermediario entre obra y auditorio. La literatura era el hombre mismo, cada persona era un libro ambulante. Una muchacha podí­a ser un poema, aquella mujer una fábula y este niño un canto religioso. En efecto, antes de la invención del alfabeto los libros eran nemotécnicos, o sea memoria pura, aprendidos seguramente en grupo a fuerza de repetición y liturgia, de danza y tradición. La comunidad entera era una biblioteca de hecho o potencialmente. Si alguien, por ejemplo, deseaba disfrutar determinada historia bastaba con recordarla, con canturreársela a sí­ mismo. Probablemente tales obras eran propiedad colectiva y serí­a válido hacerles pequeñas enmiendas, í­nfimos perfeccionamientos o reajustes quizá sometidos a alguna forma de aceptación por parte del grupo a lo largo del tiempo. Las mismas sagas homéricas eran transmitidas de manera verbal de generación en generación. Más tarde, los juglares harí­an algo similar a lo largo de Europa durante la Edad Media. Esta forma de literatura oral, memorí­stica, ha sobrevivido a través de los siglos y en diferentes continentes, sobre todo en pueblos ágrafos, todaví­a está vigente.

Seguramente con anterioridad, mucho más lejos en el tiempo, el hombre de las cavernas se recreaba mirando las pinturas rupestres que adornaban los techos o paredes de sus cuevas pues ahí­, entre otras cosas, en esas imágenes pintadas con talento y esmero, se narrarí­an leyendas, mitos y aventuras vividas por algún antepasado o por el mismo artista que pintaba. Esos libros dibujados sobre paredes de piedra constituyen tal vez los primeros esbozos de lo que más tarde iban a ser cuentos, poesí­as y teogoní­as.

Pero antes de continuar debemos responder una pregunta imprescindible: ¿qué es un libro? Nada hay más difí­cil que definir según sugerí­a, si no recuerdo mal, el mismí­simo Aristóteles. Tentativamente, entonces, podrí­amos decir que un libro es todo artefacto que a base de sí­mbolos pretende comunicar o preservar ideas, sentimientos o hechos. De las matemáticas a la música, de la filosofí­a a la jurisprudencia, todo es susceptible de «guardarse» en un libro. Son almacenes de información. Todo lo que es comunicable puede ser codificado y remitido a las páginas de una obra. Pero un libro no tiene porque ser un artefacto concreto. Un poema bien construido y bien memorizado ya es un libro en la memoria de quien lo aprendió. Incluso hay una estupenda novela donde se sugiere esta idea: Fahrenheit 451 de Ray Bradbury.

Aun corriendo el riesgo de parecer Perogrullo, debo insistir en que más que un objeto un libro es la «subjetividad» que contiene: el ensamblaje de ideas más que de materiales. He ahí­ su fuerza. La extensión de la obra, por su parte, apenas tiene importancia.

Si lo anterior es correcto, la definición oficial de libro estarí­a ya rebasada por los hechos desde hace ratos (libro del latí­n liber, que significa corteza de árbol), de lo contrario habrí­a problemas para entender nuevas realidades tales como el audiolibro, el hipertexto, o bien el libro electrónico o digital. En Egipto un libro era un rollo de papiro que, como un buen vino, estaba guardado dentro de una vasija o ánfora de barro. Incluso, pues, en el remoto pasado el concepto «libro» se vuelve un tanto inasible y conflictivo.

Con la invención del alfabeto cuneiforme por los sumerios en la Mesopotamia, a finales del IV milenio a.C., y con la introducción de las tablillas de arcilla para grabar en ellas emociones o pensamientos, la literatura sufrió su primer gran revolución. Los libros, como el pan, empezaron a ser literalmente horneados a fin de secar las tabletas húmedas sobre las que se habí­a escrito. El Enumma Elish es una de esas primeras obras ya registradas en medio fí­sico. El libro, a partir de este momento, dejó de ser abstracción, oralidad, pura idea, y se convirtió en algo tangible y mensurable para decirlo cartesianamente. La palabra adquirió sí­mbolo y representación. La gramática pasó de lo verbal a lo escrito. A los libros de ese perí­odo se les podrí­a decir con justa exactitud aquello de «Polvo eres y en polvo te convertirás», en cuanto que eran libros de barro hechos para perdurar, pero de los cuales apenas unos cuantos ejemplares han llegado hasta nosotros, pues el resto se hizo lamentablemente polvo. Muchas obras maestras están perdidas para siempre en el fondo de los siglos.

Arqueológicamente (aunque todaví­a es un poco dudoso cuál fue el primer sistema de escritura), la primera biblioteca está registrada en la Mesopotamia, en la ciudad de Nippur, cuya colección estaba compuesta de 15,000 tablillas con poemas religiosos, informes comerciales, códigos legales, textos médicos y varias cosas más. Y también data de esta época -3000 a.C.- el primer esbozo de imprenta según algunos arqueólogos: los sellos cilí­ndricos de piedra que, al rodarlos, dejaban su marca sobre diversas superficies o la simple arena. Entre el Tigris y el Eufrates, asimismo, nació el estilete de caña que con el paso del tiempo llegarí­a a ser pluma fuente, lapicero o tablero electrónico. No es gratuito aquello de que Medio Oriente es la cuna de la civilización. Toda Europa, durante este perí­odo, estaba bastante atrás de aquel impulso creativo original. Occidente era entonces una colección de pueblos más o menos bárbaros y atrasados. No serí­a aventurado decir que el desarrollo europeo posterior (Greco-romano) tiene su base en este primer oleaje civilizatorio llegado del Oriente Próximo.

En un principio, en casi todas las tradiciones, la forma poética imperaba. Es decir, se preferí­a la torre de palabras a la llanura de palabras. Pura cuestión de forma. El origen de la rima está en la necesidad de memorizar las obras.

Aunque la propiedad intelectual fue reconocida plenamente más tarde en la historia, ya el autor de un texto aparece con frecuencia en el colofón de las tablillas de barro.

Casi paralela a la civilización mesopotámica, surge la civilización egipcia y su bellí­sima forma de escritura jeroglí­fica. Este pueblo fue el primero en usar la tinta. El historiador del arte francés René Huygue sugiere que les debemos a los pintores la invención del alfabeto. Ellos dieron los primeros pasos de lo pictográfico o ideográfico hasta desembocar en lo fonético o silábico. Observando cartuchos de inscripción egipcia uno no tiene dudas sobre este proceso. Tanta belleza no viene de técnicos o de ingenieros, sino de artistas, de artesanos. A partir de este momento, más que en los anteriores de la historia, el libro intenta expandirse a las paredes: se vuelve mural. La historia o el poema, la leyenda o el mito son esculpidos en bajorrelieves o pintados en paredes y frisos. El libro se hace piedra, se vuelve papiro, rollo, hoja ambulante. El acto de escribir se profesionaliza en los escribas. No es que lo nemotécnico haya desaparecido por completo, pero retrocedió cediendo terreno. Ante la posibilidad de «guardar» lo pensado, lo sentido y sabido, la imagen o el conocimiento se refugiaron en la forma. La idea se hizo letra, verso y frase, lí­nea y prosa. A partir de entonces, el pincel o cincel es el obligado punto medio, la frontera entre el acto creativo y la posibilidad de concretarlo, de grabarlo en un medio fí­sico para que permanezca y trascienda. El Libro de los Muertos egipcio o el Popol Vuh mesoamericano son magní­ficos ejemplos.

Según parece fue en la Grecia clásica donde se empezó a usar cuero de animales para escribir. Fue en la famosa Biblioteca de Pérgamo, en la actual Turquí­a, donde las pieles de animales, convertidas en libros, se apilaron en armarios por vez primera (la palabra biblioteca deriva del griego «Biblion: libro y thíªke» que significa armario). Ya en este momento han trascurrido varias dinastí­as egipcias; la cultura china -inventora de un papel que usa el bambú como fibra- florece en Asia, y el mundo antiguo conocido esta poblado de innumerables civilizaciones.

A lo largo de la historia ha habido bibliotecas famosas. Entre las más antiguas sobresalen la Biblioteca de Asurbanipal en Ní­nive, la de Ebla cerca de Damasco, o bien la Biblioteca de Alejandrí­a en el antiguo Egipto helenizado, en la cual la colección de libros era impresionante, pero lamentablemente, según algunos autores, se incendió. Siglos después, aparece la Biblioteca del Museo Británico cuya colección arranca con donaciones privadas a mediados del siglo XVIII y, sobre todo, la importante donación de Jorge IV consistente en la enorme colección de libros de su padre. La actual Biblioteca Británica -heredera de la anterior- posee 650 kilómetros de anaqueles llenos de archivos.

No fue, sin embargo, hasta la Edad Media cuando aparece el formato del libro tal y como lo conocemos actualmente: una tapa a manera de carátula antecediendo a las hojas o cuerpo del libro, y la contraportada a modo de defensa posterior. Durante esta época, cuentan los historiadores, el libro se refugió en los monasterios. Esto ocurrió después de la caí­da del Imperio Romano y los mil años de oscuridad que prosiguieron en Occidente. Si los griegos habí­an sido una cultura curiosa y creativa, especulativa y muy original, los romanos aparecen varios pasos atrás en todos esos aspectos. Fueron belicosos, a veces brutales y, por comparación, poco estéticos y no muy dados a la filosofí­a; o sea, eran casi latinoamericanos, podrí­amos decir. Por algo nos gusta llamarnos «latinos».

Durante la Edad Media, como quedó dicho, fue en los monasterios católicos donde se refugió la cultura. Ahí­, entre cantos gregorianos y rezos al alba, se copiaron libros de la Antigí¼edad Clásica. Los monjes preservaron en estantes polvorientos los libros de Plutarco, Plinio el Viejo, Séneca o Virgilio. Los copistas no sólo copiaban los textos sino también los iluminaban, es decir, los decoraban con una hermosa caligrafí­a que aún hoy nos asombra, y los llenaban de ilustraciones, por lo general miniaturas, a veces usando materiales que iban más allá de los esmaltes o pigmentos mismos. Usaban minio y oro en polvo más otras substancias delicadas y valiosas. En la actualidad podemos contemplar en museos, o facsí­miles individuales, tales obras maestras en las cuales pintura y literatura se dan la mano. Algunos de estos libros llevan cubiertas de madera revestidas con piedras preciosas o adornos metálicos. Eran auténticos trabajos de orfebrerí­a.

Fue en la España árabe, entre los siglos VIII y XV, donde se reintrodujo la obra de Aristóteles a Occidente y, también, donde se empezó a fabricar papel de calidad bajo el influjo de la sabidurí­a musulmana. Cuando el alemán Gutenberg, hacia 1450, desarrolló su imprenta (no era la primera vez, ya los chinos, siglos antes, habí­an construido una máquina semejante) el mundo medieval conoce una explosión bibliográfica. Lo que antes era una obra artesanal, de difí­cil y lenta manufactura, de pronto la nueva tecnologí­a permite editar en centenares y, luego, miles de ejemplares. La cultura empieza, poco a poco, a alcanzar a diferentes estratos sociales. Hay un excedente de libros y ya no parece posible que sólo la aristocracia o el clero atesoren colecciones de volúmenes. Aunque fue en Roma (desde los tiempos de Julio César) donde se crearon las primeras bibliotecas públicas y las primeras editoriales y librerí­as, nunca el libro fue tan accesible como desde aquel momento. A partir de la aparición de la imprenta, durante los siglos subsiguientes, el libro va ganando terreno y se hace cada vez más artí­culo de consumo para las masas. Llegados aquí­, es interesante recordar que el poeta Jorge Luis Borges renegaba de la imprenta, pues consideraba que este invento vulgarizó la literatura al poner la posibilidad de publicar al alcance de cualquiera. No hay duda de que éste es un polémico punto de vista.

En la etapa precolombina, la invención por parte de los mayas de un alfabeto propio hizo que nuestros libros tuvieran también un proceso singular. En dinteles o paredes, en escalinatas o monolitos, hay infinidad de textos que contienen crónicas de reyes, linajes aristocráticos, descripciones litúrgicas, así­ también invaluables informes históricos o astronómicos. Varias obras extensas que sobrevivieron al tiempo o a la represión son prodigiosos documentos literarios, entre ellos el Popol Vuh y el Rabinal Achí­. Los códices (mayas, aztecas o de otros pueblos), muestran, por su lado, una decoración original y misteriosa. Sus pinturas estimulan la memoria y visualizan historias de la creación del hombre y el universo. Los códices dejan entrever la enorme sabidurí­a de aquellas civilizaciones: matemáticas o astronomí­a, medicina o magia. También cabe mencionar los textos incas formados con nudos de cuerdas llamados quipus, aunque algunos especialistas discuten la validez de esta forma de escritura.

Es justo recordar que, en la América española, durante La Colonia fue prohibido importar o editar novelas. La imprenta casi siempre llegó tarde a las ciudades lo cual significó un enorme atraso cultural que, a mi juicio, aún padecemos.

Por supuesto el libro a lo largo de la historia ha tenido sus implacables enemigos. Y si ha habido eruditos y poetas, estudiosos y cientí­ficos, hombres cultos bien intencionados o ciudadanos con sentido común, que han entendido lo que un libro es y significa, la historia también está plagada de tiranos ignorantes que han atentado contra la inteligencia en todas las épocas. Las quemas de libros no son nada infrecuente en la historia. La Inquisición Católica las practicó en el Viejo Mundo. La soldadesca española en América, instigada por curas que acompañaban a los conquistadores, también quemó gran cantidad de libros por «herejes o demoní­acos». De igual manera lo hicieron los nazis en el siglo XX. Los comunistas, por su parte, no dejaron de perseguir al libro y a sus autores. Lenin, pero sobre todo Stalin censuraron publicaciones y persiguieron intelectuales hasta exiliarlos, encarcelarlos o asesinarlos si lo creyeron necesario. Hoy, en América, la libre emisión del pensamiento está en grave peligro por el autoritarismo de la así­ llamada «Revolución Bolivariana» de Hugo Chávez. En Venezuela se están quemando libros «imperialistas». En algunos Estados de ese paí­s bibliotecas públicas han sido vaciadas silenciosamente, y decenas de miles de libros fueron quemados o destruidos por razones ideológicas. Para someter a una sociedad el primer paso es despojar a la ciudadaní­a de la libertad para leer o escribir. El individuo que no tiene derecho a pensar como quiera, ya no es un hombre, es un esclavo.

Desde 1996 la UNESCO estableció el 23 de Abril como el Dí­a Internacional del Libro.

Ya por concluir, es pertinente recordar que en el mundo del libro han existido siempre algunos que se salen de lo común como aquellos libros empastados en piel humana (se supone que aristocrática siempre), fabricados durante la Revolución Francesa. Ha habido libros escritos durante siglos por diferentes autores, anónimos las más de las veces. Sirvan de ejemplo Las Mil y una Noches o la Biblia, la cual, además, clama estar inspirada directamente por Dios al igual que lo hacen el Corán o el Bhagavad Guitá. Es decir, al libro le cabe el honor de que algunas religiones lo convierten en recipiente de un mensaje divino. En un plano más literario, el argentino Julio Cortázar escribió la novela intitulada Rayuela basándose en la idea borgiana de un libro infinito. Serí­a Rayuela, vista así­, el libro «inagotable» en cuanto que se puede leer en cualquier orden de sucesión de capí­tulos obteniéndose siempre un argumento distinto.

En la actualidad, por aparte, existen maravillosas bibliotecas entre las que se puede mencionar la Nueva Biblioteca de Alejandrí­a en Egipto, cuya belleza arquitectónica y riqueza bibliográfica la hacen un tesoro universal. Es también admirable la Biblioteca del Congreso en Washington la cual posee la colección más grande del mundo. La Biblioteca Nacional de Francia, por su lado, posee treinta millones de volúmenes. Asimismo las bibliotecas online que están en proyecto prometen ser verdaderos monstruos de la información y educación. Ojalá el acceso a ellas sea fácil y democrático.

El futuro de las bibliotecas está indisolublemente ligado al futuro del libro. Las nuevas tecnologí­as traen ventajas y peligros. En todo caso, a mi manera de ver, la existencia del libro no está en riesgo, sólo lo está su vieja y entrañable presentación en formato de papel. Algo, no obstante, es seguro: los libros son los ladrillos con los cuales se levanta el edificio del futuro. Un pueblo que no lee apenas tiene futuro en cuanto que le será muy difí­cil adaptarse o comprender su mundo y verá oscuridad donde otros ven luz y claridad.

Leer es una privilegiada conversación con los mejores representantes de la especie, y eso, en sí­ mismo, educa. Incluso de un mal libro se puede extraer algo positivo.

En el antiguo Egipto las bibliotecas eran llamadas Casas de la Vida. No conozco nombre más adecuado para tales lugares. En lo personal, tengo la certeza de que cada libro es un peldaño de la evolución humana, una ventana hacia distintos universos.