Por León Aguilera Radford
«Â¿Qué estás haciendo diablillo?», me preguntó mi tío porque dejé de hacer ruido. Como no recibió respuesta, se acercó de puntillas a la puerta y me sorprendió registrando una gaveta. Me agarró con uno de sus muñecos en la mano. Era un venado vestido de amarillo. ¿Qué es esto tío?, le dije para distraerlo, para evitarme algún reproche.
«Es un muñequito que representa a un bailarín de una danza que hacen en el interior, te lo voy a prestar Chica Chica, pero cuídalo». Corrí para enseñarle el hallazgo a mi hermanito. Divertidos, nos subimos a la cama para jugar con él. Mientras, mi tía y mi mamá nos apuraban para salir: «Ya todo está listo, vonós, y ya dejen de jugar con ese muñequejo, podrán seguir cuando regresen».
«Lástima», dije, «no Andrea», replicó Bryan, «ya me aburrió, total, es un juguete de indito y a vos te gustan las barbies». Lo dejamos caer sobre la cama y nos fuimos pensando en si almorzaríamos pizza.
Mientras los niños salían, el venadito, sobre la cama, abrió los ojos, los vio de soslayo y fingió seguir inerte.
«Hoy sí han chingado que es gusto y por eso se quedan aquí, no le abran la puerta a nadie ni bajen los vidrios. No nos tardamos, sólo necesitamos mantequilla de Paiz». Mi mamá y mi tía se bajaron del carro. Bryan y yo estuvimos callados hasta que un ruido nos llamó la atención.
Era una especie de silbido, como si un pajarito anduviera por allí. Lo primero que hicimos fue bajar el vidrio. El ambiente del sótano del centro comercial parecía de tumba. No escuchábamos nada. Cuando empezamos a platicar, otra vez, el chiflidito. Entonces, nos bajamos del carro para darle la vuelta. Pero nada.
De pronto el silbido pareció salir detrás de una columna. Corrimos y vimos algo, una sombra sobre la pared, pero detrás de la columna me pareció percibir un destello amarillo y sentí cómo se me erizaba el cuerpo.
Abracé a mi hermanito y juntos emprendimos el camino para regresar al carro. Un chillido fuerte, con aire frío, nos detuvo. Cuando volteamos vimos al venadito, convertido en gigante, con ojos que parecían de fuego, bufando como toro, arrastrando sus pezuñas de acero contra la columna, sacando chispas. Y se vino contra nosotros a toda velocidad.
Empezamos a correr, sentía que las piernas no me daban más. Bryan jadeaba, estábamos fríos como una Coca Cola en la hielera y cuánto más cerca lo sentíamos, más rápido intentábamos correr. Hasta que caímos agotados.
El venado nos rodeó con movimientos raros. Hablaba en una lengua que no era ni español ni inglés, nos veía, elevaba los brazos, levantaba la cabeza y volvía a rodearnos sacando chispas contra el suelo. Empezamos a llorar y a pedirle perdón. Entonces se fue, desapareció detrás de la columna. Nos levantamos del suelo y caminamos extenuados hasta el carro.
Sobre la cama, el venadito sonrió.
«Â¿Se portaron bien, no hicieron alguna tropelía?», amenazó mi tía, mientras mi mamá dejaba unas bolsas en el baúl. Quise contarle lo que nos pasó, pero casi no podía hablar y Bryan estaba blanco como papel, medio escondido entre los asientos trasero y delantero.
Mi mamá se subió como copiloto. «Â¿Qué te dijeron?». «No sé qué delirios de un venado amarillo. Estos miran mucha tele en vez de hacer sus tareas», le respondió mi tía. Pero yo, a esas alturas, la miraba fuera de foco, su voz sonaba con eco, distante, cada vez más distante.
«Estos patojos, ve, le dibujaron una sonrisa al venadito», dijo el tío cuando lo recogió para guardarlo.