He estado leyendo las memorias del senador Edward Kennedy, publicadas apenas pocos días después de su muerte y la verdad es que me parece una obra ilustrativa no sólo de la huella de esa familia en la política norteamericana y del papel del autor en el Senado, sino que también de importantes momentos de la política de Estados Unidos. En realidad podría uno dedicar varios artículos a comentar distintos aspectos del libro, pero dado el torbellino de lo que estamos viviendo y la crucial importancia de los acontecimientos locales, desgraciadamente no se puede distraer el tiempo.
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Sin embargo, hay parangones que vale la pena destacar porque se trata de cuestiones universales, relacionadas con el comportamiento humano más que otra cosa y por ello me llamó la atención el relato que hace el senador Kennedy de la torpe arrogancia que mostró Richard Nixon en la Presidencia de los Estados Unidos y cómo esa ceguera le terminó costando el puesto. No hubo, desde luego, ninguna revolución ni levantamiento popular y el mismo Nixon había ganado la reelección con una votación abrumadora, pero la actitud firme y decidida de un pequeño sector de la ciudadanía, encabezada por la prensa, para exigir el imperio de la ley, terminó siendo decisiva para ponerle fin a una de las presidencias más abusivas de la historia de ese país.
Nixon despreciaba a la prensa y a la oposición, al punto de que, como Serrano, se refería a unos y otros simplemente como «hijos de puta». Ordenó acciones de espionaje en contra de los más destacados críticos de su gobierno y se propuso agarrarlos en falta, ya fuera en su vida privada o en cuestiones públicas, utilizando todo el poder de una presidencia que había convertido en imperial para amilanar a sus adversarios. El famoso «Sí… y qué», tan de moda ahora en Guatemala, era parte del comportamiento de ese presidente que mantuvo una arrogancia torpe que lo llevó a terminar como el único gobernante de Estados Unidos obligado a renunciar al cargo, apenas horas antes de que el Senado lo condenara en un juicio político.
Y es que quienes alcanzan el poder sienten que tienen derecho a todo y que los gobernados son una partida de imbéciles que no entienden la trascendencia de sus actos y decisiones. Yo he escuchado muchísimas veces a presidentitos decir que los que critican no tienen suficiente información ni conocen a fondo los entretelones del poder como para calificar lo que se hace en las alturas. Lo cierto es que el endiosamiento que sufren les hace perder la perspectiva y llegan a creer que, en verdad, son iluminados y que el país debiera estar eternamente agradecido con ellos. Eso le pasa a todos, pero mientras más mediocre es un político, más dado al endiosamiento será, porque los verdaderamente talentosos, los estadistas, tienen profundo sentido de sus limitaciones.
Cuando un político mediocre no tiene siquiera el balance de una familia sensata que le haga poner los pies sobre la tierra, sino que, por el contrario, su entorno lo empuja a mayores y más torpes actos de arrogancia, es previsible que uno pueda suponer que se terminarán yendo de bruces. La historia siempre da lecciones y en ese libro de Kennedy uno pude encontrar algunas muy ilustrativas.