En el corazón de un superpoblado barrio de la Ciudad de México, Irma Díaz, de 40 años, ayudada por tres personas ya ancianas y un joven, a diario se esmera en el cuidado de un pequeño huerto que les permite comer sabrosas verduras frescas y llevarse algún dinero a la bolsa.

«Aquí cultivamos unas 20 hortalizas, como lechuga, jitomate, acelgas, rábano, zanahoria. Y lo mejor, sin fertilizantes, hormonas o plaguicidas. Todo es natural, orgánico como se dice. Es para autoconsumo, aunque a veces vendemos algo», explica Irma, la cabeza de este proyecto.
La mujer muestra con cierta timidez las ocho planchas de tierra rodeadas de concreto en las que cultivan las hortalizas, todo enclavado en un terreno de 400 m2 que hace dos años era un basurero clandestino y cuyos muros muestran grafitis de extravangantes diseños.
Las acelgas son de las hortalizas más vistosas, los tomates se dan de muy buena calidad, lo mismo que los enormes brócolis y coliflores que asoman en la tierra, mientras que los rábanos son los más sencillos de cultivar y las lechugas las más delicadas.
«Es un programa de agricultura urbana desarrollado por la Secretaría de Desarrollo Rural de la alcadía. Empezamos en 2007 con 20 proyectos y ahora ya son 82», explica Edgar Durán, coordinador técnico del organismo y quien brinda asesoría a los voluntarios de este proyecto, que tuvo una inversión de 131.000 pesos (unos 10.000 dólares).
El proyecto que encabeza Irma, que trabaja como cuidadora de enfermos, se encuentra en Iztapalapa, un sector con 1,8 millones de habitantes, el más poblado de la ciudad y uno de los mayores del país, temido por sus altos índices de delincuencia.
«Aquí la gente venía a tirar la basura, los chavos (jóvenes) se venían a drogar, así que rescatamos este predio y encontramos a voluntarios para el programa de agricultura urbana», explica de su lado Susana Durán, la coordinadora de proyectos especiales de la Sederec.
Doña Juanita Galeana, de 60 años, acude junto con su esposo dos veces a la semana a la hortaliza y se ha convertido en la mano derecha de Irma, pues además de ayudarle en la siembra, la acompaña todos los miércoles y viernes a vender una parte de la cosecha.
«Hasta los 16 años viví en el campo, yo sembraba de niña, me gustaba ir con mi papá a hacer la cosecha. A veces me llevo a la casa algunas cosas, a veces vendemos, aunque no sacamos muchos, unos 80 pesos (seis dólares)», comenta doña Juanita.
Otro entusiasta voluntario es un vecino del barrio, Eugenio Vargas, de 75 años, conocido como «Chanito» y quien todas las mañanas riega las hortalizas, ahorrando el máximo de agua porque en Iztapalapa la falta del vital líquido es un mal crónico.
«Es para entretenerme, en mi casa me aburro. Vengo un rato en las mañanas, riego las plantas. Soy viudo, vivo con unos sobrinos y me llevo a la casa algunas verduritas, son bien sabrosas porque están fresquitas», explica «Chanito», quien ese día preparó, con ayuda de Irma y Juanita, unas suculentas acelgas con tomate.
Todos los miércoles y viernes, Irma y Juanita reúnen parte de la cosecha y salen a ver al puñado de clientes que consumen sus productos frescos aunque, reconocen las dos mujeres, sus precios son menores a los del mercado para poder competir pese a que los alimentos orgánicos alcanzan elevados precios en los barrios residenciales de la capital.
«Más que el dinero es la satisfacción de llevar a tu casa alimentos de calidad o cuando las señoras que nos compran nos dicen que las zanahorias con rabito, como se las vendemos, sólo las habían visto en las caricaturas», dice Irma, quien lamenta que los jóvenes, incluso sus propios hijos, no muestren interés en el proyecto.
Otros de los programas de agricultura rural en la Ciudad de México han sido desarrollados en jardines o azoteas de casas y edificios e incluso en balcones, algunos de ellos con gran éxito pues venden sus productos a exclusivos restaurantes que se precian de utilizar alimentos orgánicos.