Santa Teresita del Niño Jesús, Virgen


La devoción a Santa Teresita del Niño Jesús se ha esparcido de una manera impresionante a través de toda la Iglesia. Durante su corta vida, Teresita no sobresalió por encima de las otras monjas del convento de carmelitas en Lisieux. Pero inmediatamente después de su muerte, muchos milagros y favores fueron concedidos a través de su intercesión. La santa cumplió la promesa de hacer caer una lluvia de rosas después de su muerte, es decir, una lluvia de beneficios hacia todos los que la invocan. «Lo que me impulsa a ir al Cielo es el pensamiento de poder encender en amor de Dios una multitud de almas que le alabarán eternamente», decí­a Teresita. Su gran anhelo es que aquellos que la invocan amen a Dios con un amor abrasador.


Por medio de sus cartas, los testimonios de aquellos que la conocieron, y especialmente su autobiografí­a, «La Historia de un Alma», millones han llegado a conocer sus grandes dones y virtudes. Incontables peregrinos visitan el convento carmelita de Lisieux, donde, el 9 de abril de 1888, Marí­a Francisca Teresa Martí­n, la hija menor del relojero Luis Martí­n, se convirtió en la novicia más joven. Tení­a sólo quince años. Estaban ya allí­ dos de sus hermanas: Marí­a, la mayor, se habí­a ido cuando Teresita tení­a nueve años, y Paulina, que habí­a cuidado de la familia después de morir su madre, entró cuando Teresita tení­a catorce años. Impaciente por seguirlas, fue a Roma en una peregrinación con su padre, y rompiendo la regla del silencio en presencia del Papa, le pidió permiso de entrar al Carmelo a los quince años. «Entrarás si es la voluntad de Dios», le contestó el Papa León XIII, y Teresita terminó la peregrinación con el espí­ritu lleno de esperanza. Al terminar el año, el permiso que anteriormente la habí­a sido negado, le fue concedido por el obispo y Teresita entró al Carmelo.

Teresa habí­a sido la hija preferida de su padre; era tan alegre, atractiva y amable, que los dos sufrieron intensamente cuando llegó el momento de la separación. Pero no le cabí­a la menor duda de que ésa era su vocación y desde el principio se determinó a ser santa. Aunque la salud de Teresita era muy delicada, no deseó ninguna dispensa de la austera regla y no le fue dada ninguna. Sufrí­a intensamente por el frí­o y por el cansancio de cumplir con algunas de las penitencias fí­sicas y exteriores que la Regla acostumbraba. «Soy un alma muy pequeña, que sólo puede ofrecer cosas muy pequeñas a Nuestro Señor,» dijo en una ocasión, «pero quiero buscar un camino nuevo hacia el cielo, muy corto, muy recto, un pequeño sendero… Estamos en la era de los inventos. Me gustarí­a encontrar un elevador para ascender hasta Jesús, pues soy demasiado pequeña para subir los empinados escalones de la perfección?».