En el caso de Honduras, como nos ocurre generalmente en todo lo que tiene que ver con política, influye de manera extraordinaria la tendencia ideológica de cada quien y así vemos que la gente de derecha considera que no hubo golpe de Estado y que Micheletti está haciendo bien al resistir a las presiones de la comunidad internacional porque es «inaceptable la injerencia chavista en la región», mientras que para la izquierda se trata de un vulgar cuartelazo que depuso de la presidencia a un gobernante elegido popularmente que estaba tratando de hacer las cosas a favor del pueblo y en contra de los grandes intereses económicos de Honduras.
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El tema, sin embargo, tiene que analizarse más objetivamente porque sólo en el marco de la ley puede uno encontrar respuesta a una situación que se está complicando más allá de lo que pudo imaginarse inicialmente. Y es del caso entender que, efectivamente, hubo una confrontación ideológica fuerte en Honduras y que el gobierno de Zelaya llegó mucho más lejos de lo que imaginaron sus electores cuando adoptó una política que los poderosos de ese país interpretaron como una identificación con Hugo Chávez y las nuevas corrientes socialistas de América Latina.
Fue ya en el marco de esas discrepancias políticas que el Presidente empezó a promocionar su tesis de la reforma constitucional, de la cuarta urna para que el pueblo decidiera si cabía o no la reelección y, finalmente, de la consulta popular que explicó como no vinculante, pero que tendía a que la población se expresara respecto al polémico tema de las reelecciones. Ciertamente ninguna de las iniciativas de Zelaya parecía orientada a su propia e inmediata reelección, por simple cuestión de tiempo y calendario, pero la legislación constitucional de Honduras considera punible cualquier acción orientada a promover la reelección o cualquier forma de alterar el principio de alternancia en el ejercicio del poder.
La oligarquía hondureña, ávida como estaba de salir de Zelaya, encontró en los actos del gobernante el pretexto para poner en marcha un proceso legal en su contra en el que contó como aliados con los otros poderes del Estado, la prensa y, más importante aún, el Ejército de Honduras que no sólo rechazó la instrucción militar de ayudar en la celebración de esa consulta popular no vinculante, sino que además acató la instrucción del Congreso de separar a Zelaya del poder.
De acuerdo con la Constitución de Honduras, el Presidente podía ser sometido a proceso por la violación de normas constitucionales, pero para ello tenía que seguirse un procedimiento legal que no contempla, desde ningún punto de vista, que el Ejército sacara al Presidente de su casa, lo metiera en un avión y lo enviara a otro país en ropa de dormir. De la misma manera en que no se puede discutir la ilegalidad de las acciones del entonces presidente para avanzar hacia la reforma de las normas que la misma Constitución define como pétreas y que no se pueden reformar sin violentar el orden establecido, tampoco se puede negar que al final a Zelaya lo apartaron mediante un golpe de Estado.
No me cabe ninguna duda de la existencia de esos dos hechos en el marco de la legalidad. Por un lado la decisión de Zelaya de pasar sobre la normativa constitucional relacionada con el principio de no reelección, y por la otra la decisión de violentar la ley expulsando al presidente del país. Por ello es que desde hace meses he dicho que la única salida a la crisis está en pensar en un tercero en discordia porque Zelaya y Micheletti irrespetaron el estado de derecho.