El eterno retorno a la niñez


Mario Cordero ívila

En esta semana, celebraremos de nuevo la fiesta del Dí­a del Niño, conmemoración que se realiza casi siempre en establecimientos educativos y que, en la mayorí­a de los casos, pasa inadvertida en el hogar; en otras palabras, tiene significación para los infantes, mas no para los adultos. Para esta ocasión, haremos un retorno a ese perí­odo (¿feliz?) de nuestras vidas e indagaremos sobre la importancia del retorno, el eterno retorno a la niñez.


Por alguna razón, de vez en cuando se nos vienen a la mente imágenes de cuando éramos niños. ¿Necesidad psicológica, o simplemente efecto mental? Quién sabe; pero sin duda, el buscar cobijo en los recurdos de la niñez podrí­a revelarnos cosas de nosotros mismos que, quizá, no queremos aceptar.

Y es que el añorar los brazos de mamá, tal vez es sí­ntoma de los sentimientos de inseguridad que emanan de las sociedades actuales; o querer retornar a esa etapa feliz y sin preocupaciones, quizá refleje un estado de mucho estrés laboral o cuando se tienen miedo a asumir ciertas responsabilidades. ¿Qué más quisiera uno retornar a la niñez, cuando la única preocupación era estudiar, y no afrontar deudas, difí­ciles reuniones de trabajo o decisiones que podrí­an afectar a personas, incluso familias?

El referente más famoso, dentro de las letras universales, quizá sea el de las historias de «Peter Pan», personaje creado por James Matthew Barrie, y que adquirió fama mundial gracias a la adaptación que la compañí­a Disney hiciera para el cine.

ARGUMENTO

Peter Pan, para quienes no están familiarizados con la obra, es un niño, que cuando era un bebé, salió volando por la ventana de su cuarto, mientras su madre dormí­a; Peter no habí­a perdido la fe en que podí­a volar, por lo que salió levitado por la ventana, voló directo y de regreso a los Jardines de Kensington, donde está el lago donde se encuentra la isla de Nunca Jamás.

Peter vuela hasta la ventana de la familia Darling, porque le gustaban los cuentos de la hija mayor, Wendy, pero es la Sra. Darling quien lo ve antes que Wendy y sus hermanos. Poco después se le menciona como el niño que cuida y guí­a a las almas de los niños muertos antes de tiempo al más allá. Después de invitar a Wendy y aceptar llevar a sus hermanos a Nunca Jamás, viven varias aventuras hasta su terrible combate con James H. Garfio, su némesis.

Peter invita a la niña Wendy Darling al Paí­s de Nunca Jamás para que sea la madre de su pandilla de «los niños perdidos». í‰sta acompaña a Peter a Nunca Jamás, porque le gusta la idea de ser una madre, y despierta a sus hermanos Michael y John para que también vayan con ella.

El Capitán Garfio le hace ver que huyó de su casa y que pudo ser una decepción para sus padres, esa acción tan precipitada. Tanto Peter como Garfio la quieren como madre, por su talento para contar cuentos y por su gran cariño y sensibilidad. Después de volver a casa, ella se queda en la casa de sus padres tras adoptar a los niños perdidos. Oficialmente tiene una hija llamada Jane y un segundo hijo llamado Danny.

Al final, Wendy decide que su verdadero espacio para vivir se encuentra en su hogar al lado de sus padres y por ello lleva a sus hermanos de regreso a Londres, mientras que Peter Pan se queda en Nunca Jamás, prometiendo a su compañera de juegos volver repetidamente a visitarla.

ANíLISIS

El análisis psicológico de «Peter Pan» nos conduce a descubrimientos realmente asombrosos. En primera instancia, hay que revelar o recordar, que Barrie creó el personaje a través de historias que contaba a los hijos de su amiga Sylvia Llewelyn Davies. Al revisar la biografí­a de este escritor, se observa que su hermano mayor David, murió a los trece años de edad en un accidente.

Bien podrí­a considerarse que, inicialmente, Peter Pan es la sublimación de ese niño muerto. Dentro de la obra, al protagonista se le otorga esa capacidad de guiar las almas de los niños muertos antes de tiempo al paí­s de Nunca Jamás. Sin embargo, el personaje adquiere una complejidad superior a ello.

De acuerdo al cuento de Barrie, Peter es representado como un pequeño niño que se rehúsa a crecer y que habita -junto a un grupo conformado por niños con el mismo rango de edad que él, y que son llamados Niños Perdidos -, el paí­s de Nunca Jamás, una isla donde conviven tanto piratas como hadas y sirenas, y en donde Pan vive numerosas aventuras fantásticas durante toda la eternidad.

Rehusar crecer es un sí­ntoma -incluso común- entre todas las personas, sobre todo cuando se enfrentan a cambios drásticos de la vida, como cuando se empieza la universidad o a trabajar; cuando se deciden a comprar automóvil o casa; cuando se cumplen años redondos (25, 30,40 años, sobre todo), o en etapas de mucha tensión por responsabilidades que deben asumir.

Sin embargo, no deberí­a simplemente identificarse la psicologí­a de este personaja como el «no querer asumir responsabilidad». Al contrario, Peter Pan se torna valiente y se enfrenta siempre a su enemigo, el capitán Garfio.

Este pirata no es el opuesto exacto de Peter Pan. Al contrario, ambos pelean por poseer a Wendy, la personificación de la madre, y que, a su vez, personifica la seguridad y el cariño de la infancia, dos sensaciones básicas para el buen desenvolvimiento del adulto. Quien careció de estas sensaciones, comúnmente suele tener problemas de inseguridad y de baja autoestima, lo cual se le atribuye a Garfio.

Es decir, Garfio y Peter son las representaciones de cómo asumir las responsabilidades: el primero con inmadurez, violencia e ineptitud, y el segundo con valentí­a, la cual sólo puede ser explicada por esa confianza que nos da la niñez.

EL RETORNO A LA NIí‘EZ

No sólo Barrie ha indagado en ese retorno a la niñez. De hecho, esto es un leit motiv dentro de la literatura universal; como dos ejemplos famosos, incluimos en este mismo trabajo, un fragmento de «Las confesiones de un pequeño filósofo» del escritor español Azorí­n, y otro fragmento de «Dibujos de ciego», del guatemalteco Luis Cardoza y Aragón.

Pero, ¿por qué esta necesidad de retornar a la niñez? Como ya se sugirió anteriormente, usualmente surge esta necesidad en perí­odos de mucho estrés o de inseguridad, y se quiere, pues, regresar a una etapa en que se tuvo todo eso, como para recordar cómo se hace o cómo se vive.

Como reflexión personal -aunque no sé si sea válida- considero que dentro de las sociedades actuales hemos perdido esa capacidad de volver a la niñez, a recordar perí­odos mejores. Es cierto, el cree que «todo tiempo pasado fue mejor» revela también incapacidad de adaptarse a los cambios del tiempos.

Sin embargo, con el retorno a la niñez me refiero a esa capacidad básica de volver a nuestra esencia, sin que el sensor del Superyó (en términos del Psicoanálisis) se haya apoderado de nosotros. Mi idea, básicamente, es que la niñez es ajena a egoí­smos mal sanos, a corrupciones, a envidias mortales, y un largo etcétera de vicios que son propios de los adultos.

Hay que recordar la extensa alegorí­a de «El señor de los Anillos», en donde Frodo, la personificación de la niñez, es el único capaz de llevar la argolla -que representa el poder- sin que se le corrompa el corazón. En cambio, el resto de personajes -adultos todos- no pueden resistir al anillo-poder y están dispuestos a mentir, matar y a hacer cualquier cosa por obtenerlo.

Cardoza, en «Dibujos de ciego», nos ofrece visiones interesantes de la niñez, como que cuando recordamos a la infancia, no es que recordemos cómo fuimos de chiquillos, sino que es el niño que nos sueña siendo adulto. ¿Se habrá preguntado usted qué pensarí­a ese niño que fue sobre lo que actualmente es? No sé la vida personal de cada quien, pero creo que nuestro niño tendrí­a mucho qué reclamarnos, sobre todo porque quizá no seamos el adulto que él soñó. Sólo esta idea me da ilusión que, algún dí­a, al menos los polí­ticos la tuvieran, y creo que con ese retorno a la niñez, el mundo serí­a mejor. Mientras nos formulamos estas preguntas, deseemos a nuestros infantes un feliz dí­a este próximo jueves, y, ¡quién sabe!, quizá nuestro niño interior se despierte y nos diga unas cuantas verdades.

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Nada nos envejece tanto como la muerte de aquellos que conocimos durante la infancia.

Julian Green (1900-1998) Escritor norteamericano

La multitud no envejece ni adquiere sabidurí­a: siempre permanece en la infancia.

Johann Wolfgang Goethe (1749-1832) Poeta y dramaturgo alemán.

Lo maravilloso de la infancia es que cualquier cosa es en ella una maravilla.

Gilbert Keith Chesterton (1874-1936)

La infancia es un privilegio de la vejez. No sé por qué la recuerdo actualmente con más claridad que nunca.

Mario Benedetti (1920-2009) Escritor y poeta uruguayo.

Siempre hay un momento en la infancia en el que se abre una puerta y deja entrar al futuro.

Graham Greene (1904-1991) Novelista británico.

La infancia tiene sus propias maneras de ver, pensar y sentir; nada hay más insensato que pretender sustituirlas por las nuestras.

Jean Jacques Rousseau (1712-1778) Filósofo francés.

SíNDROME DE PETER PAN


El término Sí­ndrome de Peter Pan ha sido aceptado en la psicologí­a popular desde la publicación de un libro en 1983 titulado The Peter Pan Syndrome: Men Who Have Never Grown Up («El sí­ndrome de Peter Pan, la persona que nunca crece») , escrito por el Dr. Dan Kiley. No existe evidencia que muestre que el sí­ndrome de Peter Pan sea una enfermedad psicológica existente y no se encuentra listada en el Manual diagnóstico y estadí­stico de los trastornos mentales.

Algunos ven este sí­ndrome como un problema muy extenso en la sociedad moderna pos-industrial.

El sí­ndrome de Peter Pan no existe y no existirá y no se caracteriza por la inmadurez en ciertos aspectos psicológicos, sociales, y por el acompañamiento de problemas sexuales. La personalidad masculina en cuestión es inmadura y narcisista. El sujeto crece, pero la representación internalizada de su yo es el paradigma de su infancia que se mantiene a lo largo del tiempo. De forma más abarcadora, según Kiley, las caracterí­sticas de un «Peter-Pan» incluyen algunos rasgos de irresponsabilidad, rebeldí­a, cólera, narcisismo, dependencia, negación del envejecimiento, manipulación, y la creencia de que está más allá de las leyes de la sociedad y de las normas por ella establecidas. En ocasiones los que padecen este sí­ndrome acaban siendo personajes solitarios. Con escasa capacidad de empatí­a o de apertura al mundo de los «grandes», al no abrirse sentimentalmente, son vividos como individuos frí­os o no predispuestos a darse, lo que vuelve como un «boomerang» a través de la no recepción de entregas o muestras ajenas de cariño. Algunos profesionales avanzando tal vez audazmente en sus diagnósticos los han denominado esquizo – afectivos. También se dice que este padecimiento se da por el no haber vivido una infancia normal, que hayan trabajado desde muy pequeños u otras razones mas.

Es frecuente que haya crisis de ansiedad, de angustia y de depresión. Los años van pasando, y aun cuando el sujeto está como protegido con una suerte de coraza psicológica para no advertir el paso del tiempo, esporádicamente ésta desaparece por circunstancias imprevisibles. Es entonces cuando el paciente se encuentra con las manos vací­as y con una vida dolorosamente irrealizada. Con parejas inadecuadas, o de modo extremo -lo que también suele pasar-, sin pareja alguna. El nido infantil es una inconsciente referencia a la que siempre apunta. Allí­, no habí­a problemas, y la nostalgia por el mismo es persistente, aunque no se lo declare. Afecta notoriamente a la auto-estima y el auto-concepto, viéndose muy afectado. Cabe destacar que como deformación de la personalidad puede cabalgar sobre patologí­as psiquiátricas clásicas y especí­ficas. De esta manera puede darse vinculada a enfoques ligeramente delirantes de tipo paranoide o a neurosis declaradamente histéricas u obsesivas. El tratamiento, en casos como éstos, debe ser doble. El trastorno psicopatológico de base, sumado al del carácter.

INDIGNACIí“N


No he podido resistir al deseo de visitar el colegio en que transcurrió mi niñez. «No entres en esos claustros -me decí­a una voz interior-, vas a destruirte una ilusión consoldarora. Los sitios en que se deslizaron nuestros primeros años no se deben volver a ver; así­ conservamos engrandecidos los recuredos de cosas que en la realidad son insignificantes.» Pero yo he atendido esta instigación interna; insensiblemente me he encontrado en la puerta del colegio; luego he subido lentamente las viejas escaleras. Todo está en silencio; en la lejaní­a se oye el coro monótono, plañidero, de la escuela de niños.

Siento una opresión vaga cuando entro en el largo salón con piso de madera, en que mis pasos hacen un sordo ruido; como en mi infancia, me detengo emocionado. Levanto los ojos; a lo lejos, al otro lado del patio, en el observatorio, el anemómetro con sus cacitos sigue girando. No ha parado desde entonces; corre siempre, siempre, sobre la ciudad, sobre los hombres, indiferente a sus alegrí­as y a sus pesares.

He subido las mismas escaleras, ya desgastadas, que tantas veces he pisado para subir al dormitorio. Aquí­, en un rellano, habí­a una ventana por la que por la que se columbraba el verde paisaje de la huerta; yo echaba siempre por ella una mirada hacia los herrenes y los árboles. Ahora han cubierto sus cristales con papel de colores. Ya no se ve nada; yo he sentido una indignación sorda. Luego, cuando he querido penetrar en el salón de estudio, he visto que ya no está donde se hallaba; lo han trasladado a una sala interior. Desde sus ventanas ya tampoco se apacentarán las infantiles y ávidas imaginaciones con el suave y confortante panorama de la vega; los ojos, cansados de las páginas áridas, no podrán ya volverse hacia este paisaje sosegado y recibir el efluvio amoroso y supremamente educador de la Naturaleza…

¿Tení­a yo razón para volverme a indignar? Sí­, yo me he vuelto a indignar en la medida discreta que me permite mi pequeña filosofí­a. Y después, cuando ha tocado una campana y he visto cruzar a lo lejos una larga fila de colegiales con sus largas blusas, yo, aunque pequeño filósofo, me he estremecido, porque he tenido un instante, al ver estos niños, la percepción aguda y terrible de que «todo es uno y lo mismo», como decí­a otro filósofo, no tan pequeño; es decir, de que era yo en persona que tornaba a vivir en estos claustros; de que eran mis afanes, mis inquietudes y mis anhelos que volví­an a comenzar en un ritornelo doloroso y perdurable. Y entonces me he alejado un poco triste, cabizbajo, apoyado en mi indefectible paraguas rojo.

Azorí­n

«Confesiones de un pequeño filósofo»

COMO SI FUERAS TU BISNIETO


La infancia te está resoñando; y no tú a la infancia, soñada por la infancia de todos, siempre única. No la inventas ni la recuerdas ni la sueñas. Crees que la exhumas; ella te exhuma y autopsia sobre sus rodillas vagabundas. Cuando se evoca y se invoca se piensa en el tiempo que falta por vivir y se imagina lo vivido. Te asomas a tu prehistoria, y tu rostro no es tu rostro. ¿Quién es aquel niño?¿Quién es? Ya no puedes cambiar tu muerte ni tu vida. La memoria dí­scola, tumbos de la noche en tus sienes, proyecta su sombra sobre el futuro, en donde vas queriendo identificar a tus hijos, como si fueras el padre de tus abuelos. Como si fueras tu bisnieto. Le eres ya tan extraño como ella te es extraña. A piedra y nube, te vive nuevamente, bajándote cielo, como los pájaros a los árboles. Diálogo de sordomudos cuyos ininteligibles sistemas de señales se crearon en universos distintos. Algunos fósiles, sin que los convoques, barajan edades, alzan el vuelo de la cripta de familiar al porvenir. Algo raigal los liga aparte de su invalidez, el hormiguero de resonancias, esa suerte de prenatales memorias de ultratumbas, en que la noche, la niña o la flor son dueñas de tensión cargadas de espera.

Luis Cardoza y Aragón

«Dibujos de ciego»