El tema central de la reunión del G-20 que se realiza en la ciudad de Pittsburgh es la necesidad de acuerdos para establecer mecanismos que impidan la repetición de la gran crisis financiera que causó tan severo daño al mundo entero y que tuvo su origen en la especulación que se generalizó en el marco de una filosofía que apuntó a la búsqueda del dinero fácil y rápido. Esa situación llevó a los principales ejecutivos del sistema financiero del mundo, pero especialmente de los Estados Unidos, a usar las inversiones como si estuvieran apostando a la ruleta, corriendo cada vez riesgos mayores y estimulados por las rápidas ganancias iniciales.
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Todo ello fue posible luego de que prosperara la idea de que la economía de mercado era tan sabia que tenía intrínsecas sus propias formas de regulación, por lo que los entes fiscalizadores tenían que eliminar toda forma de control dejando que la mano invisible del mercado se hiciera cargo de las correcciones necesarias. Sin embargo, la realidad resultó totalmente distinta a la teoría porque la voracidad pasó por alto las señales de advertencia que enviaba el mercado y aun las mentes más brillantes del mundo económico llegaron a pensar que se podrían salir con la suya y que las ganancias serían ilimitadas y que nada podría frenar esa tendencia a gozar de los beneficios de la especulación.
Lo que vimos fue un descalabro producto de la ausencia de sensatez y de controles eficientes para controlar esa desbocada codicia. Y hoy los líderes del mundo están reunidos para buscar mecanismos que impidan la repetición del desastre y vuelven los ojos a la necesidad de que los Estados asuman el papel que les corresponde, vigilando de manera eficiente para impedir abusos. Al fin y al cabo, en el mundo financiero actual, esos ejecutivos no están jugando con su propio dinero sino que lo hacen con los fondos de pensión y los ahorros de miles de personas particulares que confían en sus instituciones para que administren sus fondos. Se trata, pues, de dinero público que debe ser protegido de excesos cometidos por quienes tienen segura su ganancia con las jugosas utilidades que se recetan en los términos contractuales de su relación laboral.
Evidentemente el gran perdedor de toda esta crisis fue no sólo el ciudadano que confió en las instituciones bancarias, sino el académico que pregonó como dogma la infalibilidad de un mercado capaz de controlarse a sí mismo y de autorregularse. La mano invisible que tanto se pregonó terminó siendo eso, en efecto, totalmente invisible porque nunca apareció en los momentos en que más falta hacía.
Hoy los ministros de Finanzas de 19 países y de la Unión Europea, así como los presidentes de bancos centrales y los líderes de esas naciones están reunidos para encontrar la fórmula que haga más difícil que los especuladores avancen en forma irresponsable y se lleven entre las patas el dinero de miles de personas que ahorraron para su vejez y que lo terminaron perdiendo todo. El único remedio para esa situación es volver a la regulación y compete al Estado supervisar para evitar excesos.
Ojalá que en Guatemala, donde avanzó muchísimo el dogma del libre mercado y su mano invisible (que lo diga el mercado de los combustibles) también las autoridades entiendan el papel que les corresponde.