Educar al trabajo intelectual


Uno de los grandes desafí­os de los padres en la actualidad consiste en iniciar a los niños al trabajo intelectual.  No es fácil.  A menos que el pequeño por naturaleza le guste recluirse en la habitación, buscar libros, leerlos y ponerse a estudiar, la gran mayorí­a experimenta resistencia al estudio.  Y tienen muchos motivos que lo justifican: la televisión, la radio, los amigos y una proclividad «natural» hacia el «dolce far niente».

Eduardo Blandón

¿Cómo hacer para enamorarlos del estudio?  Intentemos reflexionar al respecto para ver si podemos llegar a alguna conclusión.  Digamos en primera instancia algo de Perogrullo  en el mundo de la ciencia de la educación: los niños por naturaleza desean conocer.  Los pequeños son curiosos y, dejados en libertad, sin impedimentos ni coacciones, son investigadores natos.  La prueba está a la vista y no necesita mayor comprobación: ellos preguntan a todo momento, experimentan, exploran, tocan y sienten necesidad por comprender el mundo.  Luego, ¿cómo se puede afirmar que no les guste el trabajo intelectual?

Ya lo he dicho, los niños por naturaleza aman el saber.  Sólo en un segundo momento empiezan a rechazar los estudios.  ¿Por qué?  Me temo que por nosotros, los adultos, que nunca hemos comprendido el arte de la seducción.  Entonces, en virtud de la fuerza y la violencia (pensando que «la letra, con sangre entra») nos volvemos intelicidas.  Matamos la inclinación de los niños hacia la ciencia, el saber y el arte de husmear.  Para consuelo de mis lectores, los intelicidas somos legión en el planeta y, gracias a esto, no debemos sentirnos solos.

Educar al trabajo intelectual, por consiguiente, tiene que ver con el arte del amor, la seducción y un poco de enamoramiento.  Influye la pasión que pongamos en la tarea y el arte de conducir a los pequeños.  Consiste en cultivar en los niños esas potencialidades que en ellos son naturales.  ¿Preguntan mucho?  Saber responder según sus propias capacidades.  ¿Piden con demasiada frecuencia hojas y lápices de colores? Concedérselos según el principio de economí­a.  ¿Mucho insisten en ir al museo o al zoológico?  No hacerse de la vista gorda y acompañarlos.

Por supuesto que requiere mucho sacrificio hacer los deberes con ellos, tirarse al piso para armar rompecabezas y hasta ver un programa de televisión juntos, pero son esas pequeñas cosas las que le van enseñando al pimpollo que eso de «estudiar», «investigar» y «desear saber» no es nada del otro mundo.  Hay que quitar de la mente de los niños la idea  que la ciencia es propia de hombres raros (bigotudos, desordenados y mal aliñados.  Personas excepcionales).  Hay que destruir cuanto antes el mito para poner de moda el saber.

Finalmente, como todo en la educación, es conveniente el buen ejemplo.  Los padres deben enseñar a los niños que eso de estudiar es fascinante.  Deben ver libros por todas partes, periódicos, revistas y una sala de estudio que es casi como un templo (hay que pedirles incluso que se quiten los zapatos para entrar en ese suelo sagrado).   Los papás son los primeros que deben dar testimonio del amor al estudio por medio de lecturas frecuentes, asistencia a actos culturales y visitas constantes a las librerí­as (ahora se pueden sustituir las librerí­as, hasta cierto punto, gracias a Internet).  Con esos modelos, el niño pensará -casi por ósmosis- que estudiar es una cosa buena, interesante, fabulosa y deseable.  Sin darse cuenta, poco a poco, por el arte de la mí­mesis, empezará a devenir un pequeñuelo amante del saber, con deseos inmensos de ser mejor y una pasión incontenible por transformar el mundo.  Ya podrí­amos morir en paz.