Varios sucesos acaecidos los días recientes deberían ser objeto de mi atención en este espacio, y no asuntos de índole personal como los que compartiré, pero uno de estos casos entrelazados podría alertar a las autoridades del Ministerio de Comunicaciones, por la seguridad física y la vida de los que transitan en carreteras del país.
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  La noche del martes 8 me avisaron que mi querido tío Raúl de León Barrios estaba grave y que los médicos pronosticaron rápido fatal desenlace a sus 96 años de edad. Su vida transcurrió plácidamente en la ciudad de San Marcos, en compañía de su esposa Marty, de quien enviudó hace 17 años, y de sus hijos Mariano y Rodolfo, mientras que Samuel se vio obligado a exiliarse en Puebla, docente de la universidad de ese estado mexicano. Como le tenía especial cariño al tío Raúl, por las cálidas y tiernas atenciones que me prodigó en una época de mi vida, dispuse viajar a San Marcos para despedirlo. Pero no pude asistir ni a su funeral.
  El miércoles 9 salimos con mi amigo Adolfo Cancinos rumbo al occidente. Fofo -como le decimos sus amigos- me preguntó porqué marchaba a velocidad moderada, entre 75 y 80 kilómetros por hora. Le respondí que desconfiaba del trazo de la remodelada carretera Interamericana, por los desniveles del concreto, las curvas cerradas y las desteñidas señales que sirven para adivinar qué determinado tramo se convierte en vía de un solo carril o a la inversa.
   Al llegar al kilómetro 148.5, cerca de Nahualá, al culminar una curva, de repente avisté una de las grandes piedras que dejan los encargados de reconstruir la carretera, pero ésta sin borrosa advertencia previa. Hice una maniobra intempestiva hacia la izquierda para esquivar el gran tetunte, pero pronto me di cuenta que en sentido contrario venía un vehículo, por lo que nuevamente hice otro rápido viraje, éste hacia la derecha, y apreté con fuerza el pedal del freno, intentado retomar el rumbo. Imposible. En cosa de segundos el vehículo derrapó, se salió de la pista y se precipitó en una hondonada de unos tres metros de profundidad. La ladera de una pequeña loma evitó que el automotor quedara panza arrriba.
  A los pocos minutos llegaron personas residentes en los alrededores que con esfuerzos lograron voltear un poco el vehículo, para sacarnos de su interior.  Dios cuidó nuestras vidas. Yo resulté con magulladuras y Fofo con tres dedos de una mano fracturados. Cuando recuperé plenamente la conciencia de lo ocurrido, atisbé que la piedra que había esquivado y cuya maniobra provocó el accidente, ya no estaba. .»Uno de los trabajadores de la  constructora la quitó», dijo un lugareño.
   (Romualdo cita este refrán popular: -No veas dónde caíste; mejor precisa con qué te resbalaste).