Eduardo Blandón
Este no es el tipo de libros que suelo presentar, pero a solicitud de una religiosa que me lo recomendó por ser «bueno», accedí a leerlo para ponerlo a consideración de los críticos selectos de La Hora. El texto, como su título lo indica consiste en la narración de un itinerario de conversión en la que queda patente no sólo los problemas que conlleva la recuperación de la fe sino los insondables caminos de un peregrinaje que tiene todos los visos de lo misterioso y lo inescrutable.
El libro, como documento, es maravilloso. Digamos por qué. En primer lugar, porque se deja leer con facilidad. Es poco complicado, fluido, melódico y nada pesado. En él no hay arrogancia, publicidad ni deseos de proselitismo. Guillebaud no quiere convertir a infieles ni atraer a los que están lejos, simplemente parece moverlo el deseo de testimoniar su camino de regreso a una religión de la que estaba ausente.
Por otra parte, el libro no atosiga, es pequeño (137 páginas), con tres capítulos y letra suficientemente grande. En cada uno de los tres niveles por los que dice haber atravesado, se muestra sincero en la descripción de sus estados de ánimo y las luchas internas provocados por un llamado al que parece resistirse. Su recorrido puede ser paradigmático y, con suerte, hasta ejemplar para los que batallan en la recuperación de la fe.
La introducción, redactada por José Ignacio González Faus, dice lo siguiente:
«Su obra puede ser mirada como una especie de buque insignia de un nuevo fenómeno, que viene produciéndose (…). Se trata ahora de los que vuelven a la fe. No es un caso único. Incluso viene precedido por algunas señales que se fueron dando a lo largo del pasado siglo: en nombres como Madeleine Debrel, Simone Weil, Maria Skobtsov, Etty Hillesum? y como pionero de tods ellos Charles Péguy. Conversos de una profunda experiencia cristiana, críticos o marginales para la institución eclesiástica, y de una radicalidad social mucho más fuerte que la de todas las descafeinadas izquierdas del momento».
¿En qué consisten los tres círculos por los que dice haber peregrinado el francés? Ahora vamos. El primero de ellos parece ser esa etapa en la que el periodista se siente más alejado de la fe, pero con la luz propia que no se apaga y mantiene viva, aunque sea de manera muy tenue. Aquí se muestra el recuerdo de una vida en la que la ausencia de lo religioso es su característica principal: ninguna educación en la fe en el hogar, poco o nada en la escuela, inserto en una sociedad en la que los valores van por otro rumbo.
El autor en este nivel advierte la huella cristiana en la sociedad, pero se muestra distante en razón de una institución (la Iglesia) que le parece poco atractiva y de muy mala reputación. Observa la Francia heredera del iluminismo y valora lo que representa la libertad. Demasiado para pensar volver a una Iglesia que mira como impositiva y poco dispuesta al diálogo.
«Hoy en día, en 2007, el discurso francés más corriente lleva la impronta de este ateísmo combativo que cree encarnar él solo la emancipación. A la mayor parte de los franceses progresistas les parece evidente que los valores democráticos han sido arrancados mediante la reflexión, y algunas veces por las armas, a lo que llamamos oscurantismo judeocristiano o autoritarismo clerical. Y en un cierto sentido es verdad. Nuestra historia moderna -1789, 1848, la Comuna, la disputa modernista, la laicidad- está jalonada de luchas sociales y políticas en las cuales la Iglesia católica en cuanto institución se encontraba permanentemente del lado malo. Nadie puede discutir esta evidencia».
Con todo, aun y cuando Guillebaud se sentía en las antípodas de la Iglesia Católica y la fe cristiana, no se percibía como un resentido frente a esa institución sospechosa. Afirma que a título personal, como antiguo alumno de la escuela laica, no tenía ninguna cuenta que saldar con el clericalismo católico. En este círculo, el autor dice sentirse heredero e influenciado por intelectuales de la talla de Georges Duby, Jacques Le Goff, Charles Taylor, Benedetto Croce y hasta Gianni Vattimo.
En el segundo círculo, el autor se vuelve más reflexivo y sereno a la hora de juzgar los acontecimientos de la historia. El testimonio de cristianos relevantes, sus muchas lecturas pausadas y el encuentro con pensadores tolerantes y abiertos provocan en él un despertar de reflejos cristianos antes dormidos. Ahora el cristianismo le aparece como «subversión» y esto le cuadra más a su espíritu de adolescente en la fe.
«Vengo ahora al segundo círculo. Se acerca un poco más al «fuego sagrado» donde arde la fe. Desde un simple punto de vista antropológico, este círculo me parece más fundamental. Debo el haber tomado conciencia de él -hasta el punto de estar literalmente atormentado por ello- a personas a las cuales me une una deuda de sentido. Algunas de ellas han sido una especie de guías de alta montaña que llevan hasta el campamento base y dejan la opción de continuar la ascensión o no».
En esta etapa habla de la influencia de René Girard, Jacques Ellul, Michel Henry y Maurice Bellet, entre otros, que fueron, según sus propias palabras, quienes lo hicieron salir de su indiferencia. Pero no llega aún a la fe religiosa, sino a la sola admiración del cristianismo. Ahora es un fans que celebra el Evangelio, pero que aún no logra comprometer su vida. Para decirlo sencillamente, explica, en este círculo me he sentido más cristiano que católico, «si puedo decirlo así».
«Del mismo modo era -y lo sigo siendo- poco sensible a cualquier referencia a un Dios todopoderoso, a un padre castigador y «organizador» del mundo. Esta visión clerical hasta me parecía ir a contrapelo del simple sentido común. Me parecía evidente que la dulce fuerza del cristianismo era justamente referirse a un Dios crucificado, encarnado, humano y vencido. A un Dios débil, si se prefiere. A una teología de la cruz más que a una teología de la gloria. Comenzaba poco a poco a encontrar determinante esta «diferencia» cristiana que consiste en hacer un Dios de una víctima, de un vencido».
En el tercer círculo, Guillebaud llega a la fe y la asimila como «decisión». Su experiencia lo ha llevado a barruntar la experiencia de lo divino y «apuesta por la fe». Se siente comprometido con su vida y adopta una actitud que lo convierte no sólo en una persona feliz sino deseosa de transformar el mundo en virtud de un mensaje evangélico que valora y le parece vital. ¿Demasiada fantasía? A él mismo le parece igual.
«Llegado a esta etapa, yo vacilaba y ya no estaba seguro de nada. Ello explicaba mi malestar y mi dificultad cuando se me pedía hablar a cristianos o a judíos, de los que yo sabía que sin duda creían más que yo. ¿Qué iba a decirles exactamente? ¿Mi media verdad? ¿Que había sido llevado a leer los evangelios y que su pertinencia me había pasmado? Era muy poco, pero ¿qué más podía decir?».
Puede que este libro no sea para todos los lectores (y ya estoy leyendo las amargas críticas de algunos), pero déjeme decirle que hasta desde el punto de vista antropológico -o simplemente de la filosofía de la religión- el texto no deja de ser como mínimo interesante. Puede adquirirlo en Librería Loyola.