Suele decirse, como si fuera una verdad tan profunda que provoca un meritorio vértigo mental, que la política es el arte de lo posible. Es evidente que si la política es un arte, tiene que ser arte de lo posible, porque no hay arte de lo imposible. Un arte, sólo porque es arte (por ejemplo, la música, la pintura, la arquitectura, o la escultura) es arte de lo posible. Empero, la cuestión más importante es que la política no es un arte; y si no lo es, tampoco es arte de lo posible, y menos aún de lo imposible.
La política no es un arte, ni en sentido teórico, ni en sentido práctico. En sentido teórico, la política es la ciencia del Estado. Quien posee una ciencia no es artista. En sentido práctico, la política es el ejercicio del poder del Estado, o la actividad cuyo propósito es ejercerlo. Quien ejerce ese poder, o intenta ejercerlo, tampoco es artista.
Adicionalmente, quien posee la ciencia del Estado no necesariamente es político, de la misma manera que quien posee la ciencia de los insectos, o entomología, no necesariamente es insecto. Y quien ejerce el poder político no necesariamente posee la ciencia política, de la misma manera que quien digiere alimentos no necesariamente es gastroenterólogo.
Quien afirma que la política es el arte de lo posible quizá intenta significar que el suceder político es impredecible; pero hay que distinguir entre posibilidad e impredecibilidad. Efectivamente, el suceder político puede ser impredecible. Ello significa que, a partir de los sucesos políticos presentes, no necesariamente pueden ser predichos los sucesos políticos futuros. Digamos, pues, que el suceso político, precisamente porque acontece, tiene que haber sido posible, aunque fuera impredecible.
Una primera causa de impredecibilidad del suceder político es que los fines del ser humano pueden cambiar. Y pueden cambiar por las causas más heterogéneas e insospechadas; por ejemplo, a causa de un cambio del comprender, o del sentir, o del querer. Entonces aquello que parecía absurdo, ahora no lo es; o aquello que era amado, ahora es odiado; o aquello que era cínicamente despreciado, ahora es obstinadamente ambicionado.
Una segunda causa de impredecibilidad es que los medios para lograr los fines, también pueden cambiar. Y pueden cambiar también por las causas más heterogéneas e insospechadas; por ejemplo, a causa de un incremento del valor de los fines, que a su vez provoca un incremento del valor de los medios. Entonces aquel medio que parecía lícito, adquiere novedosa licitud; o aquél que no parecía idóneo, adquiere repentina ideoneidad; o aquél que había sido excluido, es objeto de repentina inclusión.
El cambio de fines y de medios contribuye a incrementar la impredecibilidad del suceder político. Acontece, entonces, por ejemplo, que los enemigos que habían jurado matarse, se perdonan y se unen. Los amigos que habían prometido aliarse eternamente, riñen y se separan. Es vencido el héroe que se creía invencible. Es derrocado el tirano que se jactaba de ser inderrocable. La lealtad entre naciones es sorpresivamente sustituida por la traición. La nación más poderosa sufre una humillante agresión. Y un imperio glorioso que se jactaba de eternidad, sufre un ridículo colapso. Acontece, entonces, en general, aquello que, aunque era posible, era impredecible.
Post scriptum. El político que cree que los fines justifican los medios es aterradoramente impredecible, porque entonces puede elegir los medios moralmente más abominables.