Juan B Juárez
José Colaj (San Juan Comalapa, 1959) es un artista cackchiquel que en los últimos cinco años ha ganado un gran espacio en el panorama del arte guatemalteco. Eso se debe, sin duda, a su temática, centrada sobre todo en los supervivientes del conflicto armado interno y, más profundamente, en la situación de indefensión histórica de la población maya en general. De esa cuenta resultan muy conocidas sus coloridas imágenes de personajes rotundos que aparecen cargando sobre sus espaldas el gran peso de la resignación y el dolor apenas mitigado por las plegarias y el humo de los incensarios, mostrando como único rasgo de identidad el sombrero o bien las trenzas negras dentro de un ambiente calcinados por un incendio que no termina de extinguirse.
En otras oportunidades he mencionado que en su pintura más bien tranquila no hay ningún reclamo ni tampoco ninguna rebeldía y que si su obra deviene en crítica es más por la realidad que documenta incluso con cierta ingenuidad que por la intención deliberada del artista. Y es que las escenas que pinta y los personajes que recrea están tan enraizadas en la realidad socio histórica que bien podrían ilustrar un riguroso y profundo estudio de la sociología actual del país.
Sin embargo, ni la realidad en general, ni la obra ni el pensamiento del artista son estáticos. El conflicto armado interno es cosa del pasado, los Acuerdos de Paz efectivamente le pusieron fin, el dolor de los sobrevivientes ha sido en parte mitigado; la memoria colectiva aparentemente se ha fortalecido, pero he aquí que la pintura de José Colaj sigue añorando la paz.
Y no es sólo cuestión de cambiar el nombre a los cuadros. En la exposición que por estos días presenta en la galería Rocío Quiroa de la ciudad de Antigua se pueden obsevar significativos cambios en el tono general de su obra y en las actitudes de los personajes. Quizá el punto de inflexión lo representa la obra que presentó en la subasta Juannio: una camioneta del transporte urbano, producto de la artesanía popular, repleta de cadáveres, que puesta ahora en otro contexto revela el otro conflicto que padece la sociedad guatemalteca, de raíces históricas más profundas y de una vigencia aún más amplia y perturbadora y que rebasa el escenario de Comalapa y toda la ideología que lo niega o lo falsifica.
Un paisaje cargado de presagios más bien siniestros me parece que es la obra que da la tónica a la nueva obra. Luego, personajes blancos y fantasmales que ahora se mueven, alivian no sólo el estatismo de las escenas sino también la ensimismada devoción con que los personajes cargan con sus, adivinamos, dolorosos sentimientos. Incluso algunos de estos personajes fantasmales hasta muestran el rostro y en su actitud despejada y comunicativa la añoranza de la paz ya no es simplemente una plegaria. Una vivacidad todavía tímida se mueve bajo el luto y el dolor de los deudos; las frutas sustituyen a los incensarios, los símbolos blancos del futuro se contraponen a los colores incendiarios del pasado, la fantasmal paz que se añora es, más que un recuerdo, una misión.