Ante la tumba de Marx


José Barrera G.

Después de un viaje de casi dos horas atravesando la ciudad, he llegado por fin al Highgate Cemetery al norte de Londres. Es una mañana lluviosa. Un cielo color de titanio cubre el paisaje mientras busco la tumba a lo largo de este cementerio privado, melancólico, de dos siglos de antigí¼edad. Luego de descender una loma boscosa por senderos serpenteantes, de pronto, estoy frente al busto del padre del «socialismo cientí­fico». Una lápida señala de manera inequí­voca que he llegado: «Trabajadores del mundo, uní­os». Es la tercera vez que vengo a este lugar. La primera vez lo descubrí­ por casualidad. En cada ocasión me sorprendió la actitud devota que observé entre algunos de los que vienen a visitar la tumba, a veces luego de largos peregrinajes desde los lugares más remotos del planeta. Hay otros famosos enterrados en este lugar, pero Marx es, con mucho, el centro y la atracción de esta necrópolis.


Cuando se está frente a la tumba de un personaje como éste, uno no piensa tanto en su obra como en su vida; y necesariamente una pregunta se impone: ¿quién fue Karl Marx?, ¿cuáles acontecimientos definieron la vida del que fuera con seguridad el pensador social más influyente del siglo XIX?, ¿qué penas o alegrí­as jalonaron su existencia? En una palabra: ¿qué clase de individuo era éste cuyo pensamiento ha influido, sin exagerar, sobre el destino de billones de personas, cuya obra ha marcado la vida o la muerte de millones de seres humanos, ya oponiéndose a sus ideas, ya apoyándolas frecuentemente de manera tan ferviente que muchos no dudan en tildar de fanática? Este artí­culo se ocupa del Marx de carne y hueso. Lo he escrito basándome en biografí­as hechas por historiadores que juzgo autorizados y responsables. No tomé en cuenta hagiografí­as partidistas ni trabajos impregnados por el odio primitivo anticomunista. He buscado fuentes cuyo amor a la verdad está por encima de cualquier otro presupuesto. Tampoco pretendo que este breve artí­culo sea un trabajo exhaustivo.

Personalmente creo acertada la frase que dice: «Para entender una filosofí­a hay que saber quién la hizo». La biografí­a de un personaje aclara mucho de sus puntos de vista o de los motivos que impulsaron su obra. Marx no puede ser la excepción.

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Karl Marx nació en Tréveris, Prusia, en 1818. De padres judí­os, el joven recibió una educación cristiana de corte protestante. Sus abuelos paterno y materno habí­an sido rabinos, sin embargo, tiempo después la familia renunció a la religión judí­a. Su padre era abogado. La familia era una tí­pica familia de clase media. Marx tuvo ocho hermanos, pero sólo él llegó a edad mediana. Luego de estudiar en un colegio jesuita, ingresó a la Universidad de Berlí­n, en ese entonces la mejor del mundo. Era indudablemente de inteligencia despierta e inquisitiva.

Desde sus tiempos universitarios, como sucede con muchos jóvenes, Marx manifestó inclinación a la violencia. Lo anterior está debidamente documentado. Durante sus años mozos la policí­a lo arrestó por poseer una pistola y por esos dí­as se batió en duelo con sable. De hecho, un lector avezado puede notar ese tono agresivo o de incitación a la violencia en toda su obra. Los llamados a la acción violenta abundan de manera explí­cita o de forma indirecta. Toda su vida estuvo envuelto en polémicas (orales o escritas) de tono elevado, de enorme agresividad verbal. En alguna ocasión dejó constancia de su apoyo al asesinato polí­tico si éste serví­a a la causa revolucionaria. En dos palabras: Marx no era un Gandhi.

Al concluir sus estudios, pasó luego a estudiar un doctorado. El historiador Paul Johnson -cuyas investigaciones dan cuerpo a este artí­culo- dice que nunca pareció ser lo suficientemente buen académico como para que alguna universidad lo ocupara como profesor. Sin embargo, este historiador insiste en que la vida de nuestro personaje tiene todas las caracterí­sticas de la de un abnegado académico. Era un estudioso, un ratón de biblioteca. Se sabe, por ejemplo, que aprendió castellano sin maestro.

Desde joven colaboró en revistas y periódicos europeos (Rheinische Zeitung, Athenaeum), manifestándose a favor de las causas socialistas de la época. Fue partidario de la Liga Comunista y más tarde coautor del «Manifiesto Comunista». Toda su vida fue un incansable promotor de grupos revolucionarios. En su juventud, por aparte, fue bastante bohemio y, además, ya desde entonces odiaba con furia la usura -de la cual habí­a sido ví­ctima- actitud que se refleja en sus concepciones económicas: todo empresario es un usurero, el capitalismo es el robo de la ganancia.

En su adolescencia, Marx se enamoró de una vecina llamada Jenny von Westphalen, una bella jovencita de origen aristocrático. Curiosamente -y esto también está documentado-, Marx siempre se enorgulleció de la ascendencia aristocrática de su amada. El profeta del comunismo no vacilaba en recalcar o hacer patente el origen noble de su compañera. El padre de Jenny introdujo a Marx en el estudio de las doctrinas socialistas. Desde 1843 la dama en cuestión se convirtió en la esposa del radical revolucionario. Procrearon varios hijos de los cuales algunos murieron prematuramente. Marx siempre se caracterizó por ser un padre cariñoso que dedicaba tiempo a sus vástagos. Con sus seres queridos era bromista y afable.

Luego de un exilio en Parí­s (donde en 1844 encontró por segunda vez a F. Engels, su futuro amigo y protector), emigró en 1849 a Londres, ciudad en la que creyó que vivirí­a sólo unos años, pero en la cual se quedó hasta morir. Mucha gente que lo conoció por estas épocas da testimonio de su carácter violento -sobre todo cuando a veces bebí­a-, y de su intolerancia hacia todo aquél que se atreviera a disentir de sus opiniones. Esto es fácil rastrearlo en su obra, como también es fácil rastrear, dicho sea de paso, cierto elemento romántico en el ideario marxista.

Es aquí­, en Londres, donde empieza el perí­odo quizá más interesante del padre del «socialismo cientí­fico». También es Londres la ciudad que marca sus mayores penurias económicas hasta tocar fondo y caer en una verdadera miseria. La familia Marx, con frecuencia, carecí­a de comida o de ropa adecuada para el invierno. Alguna vez los expulsaron de su casa por no pagar la renta. Ahora bien, varios historiadores coinciden en que Marx era mal administrador de las finanzas hogareñas. Recibió dos relativamente modestas herencias a lo largo de su vida en Inglaterra, la de sus propios padres y la de un amigo, pero dilapidó ambas. Marx, en Londres, no buscó en serio un trabajo. Su calidad de extranjero lo restringí­a, pero también su dedicación a la causa revolucionaria. Hay que señalar que Engels, siendo de familia adinerada, en algún momento le asignó una generosa renta mensual suficiente para que el pensador y su familia vivieran con holgura.

Marx, durante su estancia en Inglaterra, se dedicó en cuerpo y alma a dar forma a las ideas centrales del Comunismo. Era un trabajador incansable. Mientras sus hijos jugueteaban a su lado, en apartamentos apretujados, él se esmeraba en sacar adelante sus escritos. Se desvelaba con frecuencia. Sin embargo, los escritos de Marx adolecen de defectos profundos, dignos de tenerse en cuenta. Uno de ellos, quizá el más grave, es la manipulación de la información que usaba para apoyar sus tesis. Marx alteraba los informes estadí­sticos, las frases de otros escritores o el sentido de muchas citas, de manera tan frecuente y escandalosa que en ningún momento se puede hablar de un hecho aislado o involuntario. Marx falseaba información sin escrúpulos. Lo importante para él era ganar la discusión, «demostrar» la veracidad de sus teorí­as. Está comprobado que Engels también lo hací­a. No es, por supuesto, la primera vez que sucede algo así­ en la historia del pensamiento: Voltaire, por ejemplo, es conocido por su manipulación de las citas. El método consiste en forzar la fuente para hacerla coincidir con la propia hipótesis planteada. Esto, huelga decirlo, no es muy cientí­fico que digamos. Se ha dicho también que las teorí­as de Marx son teorí­as de escritorio. í‰l nunca fue personalmente a una fábrica, mina o hacienda a comprobar in situ sus tesis. Se pasó años enteros en la biblioteca del Museo Británico haciendo un trabajo meramente teórico.

El estilo literario de Karl Marx era incisivo, brillante, elocuente. Gustaba de la frase corta y de la crí­tica mordaz. Ahora bien, se ha señalado que Marx copia como suyas frases de otros escritores sin decirlo. Infinidad de frases que creemos originales de Marx no lo son. Dentro del vigoroso bloque que generalmente son los textos de este autor, con frecuencia algunas frases que usa no le pertenecen, representan pequeños plagios, por ejemplo: «La religión es el opio del pueblo», la cual es de Heine. O bien esta otra de Karl Schapper: «Trabajadores del mundo, uní­os». De Blanqui es la siguiente: «Dictadura del proletariado» y así­ muchas otras.

Según sus seguidores, Marx descubrió las leyes que determinan la historia. El materialismo histórico serí­a, entonces, tan importante para comprender la vida humana como la teorí­a de Darwin. Para Marx y los marxistas, la lucha de clases es la fuerza que explica la dinámica social. Esto ha sido calificado de aseveración anticientí­fica o, al menos, de hipótesis no demostrada. El Marxismo hace hincapié en su capacidad para vaticinar, pero todas sus predicciones han fallado. El estrepitoso derrumbe del campo socialista en Europa Oriental o de la Unión Soviética lo demuestran con claridad.

Probablemente, las verdaderas aportaciones de esta doctrina, más que en el polí­tico, se dan en el terreno teórico, pero son hallazgos no por completo originales y escapan al propósito de estas lí­neas.

En Londres, la vida de Marx estuvo marcada no sólo por la pobreza o la muerte prematura de sus hijos, sino también por la enfermedad, pues padecí­a de furúnculos que le hicieron la vida imposible. Llegó a tenerlos en el rostro, en los brazos y hasta en el pene. Se ha dicho que seguramente se debí­an a su dieta muy condimentada, a su tabaquismo y a su falta de higiene. Marx no se bañaba. Alguien que lo conoció, según reporta el biógrafo P. Johnson, lo describió como «intolerablemente sucio». La higiene de la vivienda de Marx era tal que todas sus visitas la calificaron de muy deficiente. Era un hogar desordenado.

Una hija de Marx, Jenny -ya mayor-, intentó casarse con un revolucionario llamado Charles Longuet, pero Marx se opuso pues no querí­a que su hija se casara con alguien que fuera a darle la vida inestable de un luchador por el socialismo.

Otra de sus hijas, Laura, se casó con un cubano. Se ha llegado a decir que Marx fue claramente racista con este personaje. Era un mulato y Marx no sólo se opuso al principio, sino que se referí­a a él como «El Negrillo» o «El Gorila». Lo anterior no serí­a raro en un alemán de aquella época. En lo personal -si se me permite el comentario-, durante los años que viví­ en Alemania pude darme cuenta de que muchos alemanes, al toparse con marxistas latinoamericanos, los consideraban seres colonizados por una ideologí­a germana. Alguna vez presencié en la Universidad de Múnich una discusión al respecto. Casualmente, en esa ocasión, habí­a varios intelectuales izquierdistas cubanos y venezolanos presentes, pero ninguno acertó a defenderse de forma adecuada ante el ataque.

Dicho lo anterior, vale la pena recordar que Marx tení­a una pésima opinión de Simón Bolí­var, de quien dijo, en un extenso artí­culo escrito para una enciclopedia norteamericana, que era un dictador, un cobarde e irresponsable (The New American Cyclopedia, tomo III, 1858). Lo anterior demuestra el profundo desconocimiento de la obra y personalidad del Libertador por parte del pensador alemán.

La hija más joven de Marx, Eleonor, tuvo el destino de ser la amante de un tal Edward Aveling. Vivieron juntos y años después, decepcionada por éste, ella cometió suicidio.

Finalmente, hay un episodio en la vida de nuestro biografiado que vale la pena recordar. Ha sido desde siempre motivo de análisis. Desde que se casó con Jenny, a la familia se integró una muchacha, una sierva perteneciente a la decadente y aristocrática familia de los Westphalen. Era una jovencita entregada en calidad de regalo a la mujer de Marx para que le sirviera e hiciera llevadera la vida. Esta sirvienta aguantó estoicamente las pobrezas de la familia sin recibir nunca un centavo. Era de aspecto agradable y juvenil. Marx la embarazó. Cuando su esposa se enteró quedó devastada. Nació el niño, pero Marx jamás lo reconoció. El niño debí­a visitar a su madre entrando por la puerta trasera de la casa y nunca tuvo derecho a mezclarse con la familia. Los rumores atribuí­an el niño a Engels, cosa que Marx jamás desmintió. Es decir, no sólo embarazó a una humilde trabajadora doméstica (como en una pésima telenovela mexicana), sino que además dejó que el niño fuera atribuido a su mejor amigo y mecenas. Se supo la verdad porque Engels en su lecho de muerte la confesó. Más tarde, esta sirvienta, llamada Helene Demuth, fue a trabajar al hogar de Engels quien, cuando falleció, la enterró junto a Marx en el panteón familiar. Nobleza obliga.

Marx murió en 1883 afectado por el deceso de su hija Jenny dos meses antes. Ya en 1881 habí­a fallecido su esposa. Al entierro del pensador acudieron once personas. Engels publicó póstumamente casi toda la obra de su amigo. Las ideas marxistas han sufrido interpretaciones diversas. En mi opinión, esta lí­nea de pensamiento ha hecho más mal que bien. Para los graves problemas del hombre propone un remedio peor que la enfermedad.

«A lo que más llega el materialismo contemplativo, es decir, el materialismo que no concibe la sensoriedad como actividad práctica, es a contemplar a los individuos dentro de la ¡sociedad civil»».
«Bienvenida sea cualquier crí­tica inspirada en un juicio cientí­fico. Contra los prejuicios de la llamada opinión pública, a la que nunca hice concesiones, mi divisa es, hoy como ayer, la gran frase del gran florentino: «segui el tuo corso, e lascia dir la genti.» (sigue tu curso y deja que la gente hable).»

El Capital, Tomo I, Prólogo.

«Charlar y hacer son cosas diferentes, más bien antagónicas.»

De una carta a su hija

«El comunismo no priva al hombre de la libertad de apropiarse del fruto de su trabajo, lo único de lo que lo priva es de la libertad de esclavizar a otros por medio de tales apropiaciones.»
«El ejecutivo del Estado moderno no es otra cosa que un comité de administración de los negocios de la burguesí­a.»
«… el idealismo, naturalmente, no conoce la actividad real, sensorial, como tal.»

Tesis sobre Feuerbach; 1

«El obrero tiene más necesidad de respeto que de pan.»
«El poder polí­tico es simplemente el poder organizado de una clase para oprimir a otra.»
«La burguesí­a no solo forja su propia destrucción, sino también a su propio sepulturero: el proletariado.»
«Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo.»

XI Tesis sobre Feuerbach, 1845