El dí­a en que los hippies tomaron el control


Los miles de participantes en el festival original de Woodstock en Bethel, Nueva York, casi medio millón de personas se calculó en esta actividad en 1969.

FOTO LA HORA:  AFP/ELLIOTT LANDY/Galeria del Hotel Morrison» title=»Los miles de participantes en el festival original de Woodstock en Bethel, Nueva York, casi medio millón de personas se calculó en esta actividad en 1969.

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<p>Michele Dean era una chica seria cuando llegó al festival de rock de Woodstock en 1969, pero no lo fue por mucho tiempo más. Los primeros que recibieron a la joven de 17 años recién graduada fueron «dos muchachos y una chica que salieron desnudos de un lago». «Dios mí­o», dice Dean, que hoy tiene 57 años y trabaja para IBM, «en aquella época no me esperaba algo así­».</p>
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Luego llegó la muchedumbre de medio millón de personas que derribó el alambrado para tres dí­as de música rock, drogas y desnudez.

«Pasé todo el tiempo con la boca abierta», dice Dean, que 40 años más tarde no sale de su asombro.

Para aquellos que asistieron, Woodstock fue algo casi mágico, un momento en que las reglas quedaron en suspenso, los hippies tomaron el control, los grandes del rock como Jimmy Hendrix estaban en su apogeo y el mundo era realmente, verdaderamente, maravilloso.

En términos prácticos, Woodstock fue de verdad un milagro, cuenta Mel Lawrence, director de operaciones del evento realizado en ese lugar al norte de Nueva York.

El concierto casi se cancela cuando los dueños de Wallkill, el sitio inicialmente planeado cerca del pueblito de Woodstock, repentinamente retiraron el permiso para organizarlo.

Se halló un nuevo sitio en una granja de Bethel, pero quedaba menos de un mes para instalar el escenario, el sistema de sonido y la infraestructura para decenas de miles de personas, incluyendo cuestiones básicas como la electricidad.

«Sólo tení­amos 28 dí­as para construir el sitio y en aquella época habí­a llovido desde hací­a 20 dí­as. También tení­amos problemas de dinero. Pero lo logramos», dice Lawrence.

Pero las dificultades apenas comenzaban. Los organizadores tení­an planes para 100.000 personas. Llegaron cuatro veces más.

Una vez derribado el alambrado, el concierto quedó abierto para todo el mundo y las rutas se llenaron a tal punto que muchos simplemente abandonaron sus vehí­culos. Casi no habí­a saneamiento ni refugios.

«En cierto punto, el segundo dí­a nos quedamos sin comida», cuenta Lawrence.

Y sin embargo, a medida que aumentaba el caos, los organizadores, los lí­deres de la contracultura, los habitantes del lugar –que en su mayorí­a eran gente conservadora– y los miles de fanáticos del rock, se las arreglaron.

Los lugareños suministraron comida, los organizadores consiguieron platos de papel y cientos de miles de personas recibieron el famoso «desayuno en la cama para 400.000», o mejor dicho un desayuno servido en un campo embarrado.

Dean recuerda que la mayorí­a demostró un verdadero espí­ritu hippie, compartiéndolo todo y sin actitudes de mala onda.

Cuando dos jóvenes comenzaron a pelearse, «los demás simplemente los rodearon tomándose de la mano en cí­rculo, y los dos chicos terminaron abrazándose».

Buena parte de los impulsos pací­ficos tení­an que ver con los efluvios de marihuana en el ambiente. «Yo dirí­a que la mitad de la gente estaba drogada», comenta el ex policí­a Robert Fink. «Estaba por todas partes. Uno casi no necesitaba fumar para sentir el efecto».

Fink, que hoy es un hombre corpulento de 73 años, estaba en el lugar supuestamente para cumplir con su tarea. Pero la realidad fue más fuerte. No podí­a detener al equivalente de media ciudad.

El propio Lawrence no recuerda bien cómo él y sus colaboradores lograron hacer frente a la situación. «Era algo imposible de planear. Fue una serie de circunstancias que se superpusieron de manera misteriosa», dice. «Creo que fue el karma. Tratamos el lugar, Bethel, con mucho, mucho respeto».

ANíLISIS El legado de Woodstock


Los hippies de Woodstock querí­an cambiar el mundo con flores, drogas, paz y amor, hasta que el mundo terminó cambiándolos.

Para aquellos que asistieron al festival de rock en Bethel, al norte de Nueva York, del 15 al 16 de agosto de 1969, el evento anunciaba el advenimiento de una nueva era. Se definí­an como la «Nación Woodstock».

Pero la euforia de ayer se convirtió hoy en resaca, porque 40 años después no queda claro si Woodstock logró cambiar algo.

El profesor de periodismo de la Universidad Quinnipiac Rich Hanley dice que el festival marcó en realidad el fin –y no el principio– de la revolución de los 60 y la contracultura.

«En 1971, ya todo habí­a terminado. Las protestas cesaron. La generación Woodstock salió a buscar trabajo y el trabajo puso fin a la diversión».

Según Hanley, «los hippies ahora se convirtieron en republicanos, perdieron el pelo y cambiaron el consumo de LSD por el de Viagra».

En el museo de Woodstock de Bethel, el director Wade Lawrence dice que la generación de las flores no tuvo que esperar demasiado antes de volver a la realidad.

Menos de cuatro meses después de Woodstock, en diciembre de 1969, un concierto similar organizado en el autódromo de Altamont (California) terminó en una violenta y alucinada batalla campal.

Y el resto del mundo ya no lucí­a tan bien.

A pesar de las protestas pacifistas, las tropas norteamericanas siguieron peleando en Vietnam hasta 1973, y un año más tarde el escándalo de Watergate terminaba con la presidencia de Richard Nixon.

«Creo que la gente perdió las ilusiones», dice Lawrence. «El tema de paz y amor pasó a ser algo pintoresco».

Mucho de la leyenda de Woodstock –la marihuana, el nudismo y el pacifismo– hace sonreí­r hoy en dí­a en una sociedad menos ingenua.

Algunos ex hippies como el fotógrafo Michael Murphree, que hoy tiene 56 años, no se arrepienten de su juventud. «Paz, amor, felicidad: realmente querí­amos eso», dice con una sonrisa, mientras deambula por el museo.

Woodstock dejó en todo caso un legado que va más allá de la música y la vestimenta, más allá de los pantalones acampanados que en su momento volvieron.

Irónicamente, el resultado más palpable fue la apropiación de la música rock por las empresas como fuente de ingresos. Los conciertos pasaron de reuniones improvisadas a operaciones que generan grandes sumas de dinero.

«Woodstock cambió la industria de la música», dice Stan Goldstein, uno de los organizadores originales. «Por primera vez se pudo ver el poder que tení­an los artistas para atraer no solo a muchedumbres, sino muchedumbres con plata».

Al mismo tiempo, el elemento más caracterí­stico y poderoso, una mezcla de hedonismo, pacifismo y activismo polí­tico, lo que Goldstein llama la «conciencia hippy», se evaporó casi por completo.

Sarah Duncan tiene 26 años y visita el museo vestida al estilo hippie. Dice que la gente de su edad no puede comprender la onda de Woodstock.

«En aquella época alcanzaba con ser libre y tener la mente abierta», dice Duncan, que trabaja en las inmediaciones. «Pero no me imagino a mis amigos haciendo eso. Se van a emborrachar y poner loquitos, pero de paz y amor, nada».

Y a pesar de que las tropas estadounidenses están combatiendo nuevamente en guerras impopulares, Duncan no se imagina a su generación saliendo a la calle a manifestar o cantar canciones de protesta.

«Ahora todo es más simple, la gente dice lo que piensa, pero no quiere manifestar ni hacer con ello obras de arte», dice Duncan. «Mandan un e-mail colectivo».