No sé si usted tiene la experiencia de permanecer de rodillas durante mucho tiempo. Lo ignoro. Pero créame que es algo doloroso. En mi antigua vida monacal, las horas qué pasé en actitud devota hicieron que mis rodillas adquirieran una resistencia tal que en virtud de las callosidades logradas habrían hecho de mí un auténtico campeón de la posición de los santos. Siempre es doloroso ponerse de rodillas.
           Esto lo he aprendido cada vez más con el tiempo. La gente por lo regular tiene una vocación especial para solicitar la veneración, el respeto y hasta la sumisión. El Obispo, por ejemplo, quiere que le besen el anillo. Uno estaría obligado a bajar la cabeza, hacer genuflexión y con toda devoción mostrarse a merced del Pastor. A muchos les encanta el gesto y he visto seminaristas preparándose con ardor para recibir con el tiempo esos gestos adulatorios.
           Y si esas cosas aparentemente banales las solicita el Obispo, el Pastor, el buen cristiano, imagínese usted cómo lo piden los delincuentes. El otro día presencié un robo en un bus y los ladrones a pesar del buen comportamiento de los asaltados, los (nos) humillaron hasta la saciedad: gritos, insultos, violencia. Los delincuentes ponen de rodilla a los ciudadanos, quieren ser adorados, exigen delicadeza, devoción y buen trato. Por esto gritan e insultan y, como perciben que la adoración no es genuina, se descontrolan y así pueden llegar a matar al pseudoreligioso.
           Tenemos una tendencia enfermiza a que la gente se ponga de rodillas ante nosotros. Esto lo hace casi todo mundo: el burócrata en una oficina pública, el que nos atiende en el IGSS, la secretaria de la Universidad, la novia, la esposa, el jefe… Todos quieren que les besemos el anillo, que supliquemos, pidamos misericordia y cantemos un salmo. Así estamos expuestos a la humillación constante. Menos mal que vamos adquiriendo callosidad y el acto ya no resulta, con el tiempo, tan doloroso.
           Las humillaciones las aprendemos desde pequeños. Hincarse es un ejercicio que nos lo enseñan a veces nuestros padres, el profesor, los amigos y hasta la doméstica de casa. Con el tiempo por eso se nos olvida la dignidad y el acto nos parece de lo más natural. Uno besa anillos casi de manera instintiva. Ya no duele, excepto, claro está, cuando se pide con demasiada violencia, como el caso de los ladrones y hasta el jefe cuando solicita más que un simple beso de manos.
           Por experiencia propia sé que las callosidades de las puestas de rodillas pueden desaparecer. La curación es sencilla: hay que abandonar las genuflexiones y mostrarse habitualmente erguido, con la frente en alto. Quizá esa sea nuestra tarea por el mundo (una de tantas), recuperar la dignidad y dejar esa propensión muy nuestra al desprecio propio y a la adulación. Un propósito sano debería ser: nunca más humillar a otros,  nunca más hincarse ante nada ni nadie. Eso nos ayudará a crecer como seres humanos.