Ramiro Mac Donald
Tras una corta y repentina lluvia fuera de temporada, octubre de 2008 me obsequia una tarde excepcional: un pastoso cielo plomizo, iluminado por grises destellantes, ¡como la estampa impresionada en una aguatinta esplendorosa! Voy hacia el centro (el downtown) de Guatemala. La Guatemala City como turísticamente se le conoce a esta ciudad, y aunque no sea su nombre oficial, los nacidos en esta tierra la llamamos así… para diferenciar entre el país y la metrópoli.
Viajo hacia el centro de la capital guatemalteca, en el cómodo interior de una burbuja personal que representa mi pequeño auto y recorro desde el sur una renovada Avenida Bolívar, llamada cariñosamente «La Bolívar». Esta arteria representa una frontera invisible en medio de las populares zonas 3 y 8… que fue caprichosamente seccionada en tres carriles, por el actual alcalde y ante el paso de su Transmetro.
Guatemala, capital del Estado del mismo nombre; ciudad que habitan más de dos millones de habitantes, en estas aperturas del siglo XXI. La más grande de las ciudades de Centroamérica, urbe cargada de problemas por doquier. Guatemala City? la capital donde nací y de mis recuerdos de niño urbano.
«La Bolívar» es una arteria de largo trecho que hoy presenta características cuasi lunares, con una su cinta asfáltica remendada varias veces, llena de baches y hundimientos? que desfigura por completo un rostro amable -que nadie le otorga a esta avenida- pese a la importancia vital que tiene para el transitar de miles de vehículos que la circulan todos los días, y que se dirigen hacia el sur del país o hacia el occidente; ida y vuelta ¡un eterno vaivén!, como la vida misma.
Frente a la desproporcionada iglesia de Don Bosco me detengo brevemente y la majestosa escultura de Jesucristo me guiña el ojo; su mano mágica ofrenda amor, paz? extendiendo bendiciones con una leve sonrisa de cemento? y el símbolo de una cruz que no se ve, regala besos al aire -en la lejanía- como si fuera un fotograma surrealista, tomada de una vieja película en blanco y negro; buñuelista imagen de hormigón que impresiona por su modernismo, tamaño y su extraña ubicación en esta parte de la ciudad, que ha cambiado vertiginosamente en los últimos años.
Me encamino hasta la confluencia de «Las Cinco Calles» y en estos últimos minutos, centenares de comercios -uno detrás de otro, pegaditos, arrimados todos- se desbordan ante los ojos asombrados de asiduos compradores al por mayor, que los guatemaltecos llamamos marchantes; palabra que proviene del francés marchand, que significa comerciante: el que intercambia productos. En otras partes del mundo, dicho concepto tiene relación con la compra/venta de piezas de arte. Aquí es denigrado, mal querido este vocabulum afrancesado de uso diario y que hemos chapinizado.
Observo que centenares de piezas de mercancía industrial danzan al aire, frente a los ojos, calladamente; mostrándose fuera de los locales -a falta de más espacio- colgadas, expuestas en plena calle. Ni siquiera les ponen precios de venta. Y veo que todos los almacenes están colmados de productos, tanto? que casi saltan por sus ventanas. La mayoría representa esos pequeños y oscuros cuartitos de casas viejas, con puerta a «La Bolívar», que son visitados por centenares y centenares de compradores diariamente, que entran y salen buscando – como de cacería- las gangas y ofertas del día (aunque sean de ayer o de la semana pasada). «Docena de 13», señala un cartelito hecho a mano, artesanalmente -sin mucha estética- pero confirma el segmento poblacional a quienes dirige dicha publicidad.
Centenares de autobuses urbanos pasan en cámara lenta, re-cargados de pasajeros, cual sardinas curiosas, que ven por las ventanas sin vidrios o por entre los cristales medios rajados, golpeados, asemejando telas de araña congeladas en el tiempo. Taxis y más taxis; taxis por doquier, así como decenas de camioncitos cargan y descargan bultos que viajan amarrados con lazos de colores muy vistosos, apretando las compras, las ventas. Transporte éste que es en propiedad o alquilado por de toda clase de comerciantes: medianos y grandes. Eso sí: aquí nadie es pequeño, pues cualquiera tiene un impresionante «rollo» de billetes, que impacta. ¿Tal vez por eso hay tantos asaltos por estos días de ajetreo, en esta avenida de intensísimo intercambio mercantil? Me pregunto en voz baja: ¿cuántos millares y millares de dólares circularán aquí diariamente? Sabrá Dios cuantos?
Desde la infancia me atrae este fuerte movimiento comercial, que se mantiene vigente en pleno siglo XXI, en una ciudad que sigue creciendo, comunicándose, integrándose en nuevos y elegantes barrios, exclusivos, así como nuevos asentamientos populares, que surgen como si fueran hongos (de la noche a la mañana)? pero todos, fuera del entorno antiguo de la ciudad, de aquel perímetro que fuera trazado originalmente en la andariega capital de Guatemala, que data de 1776? y que cambió de asiento, varias veces.
Pero «La Bolívar» (y su extensión hasta la zona 1) es ahora más intensa. Cada día con una concurrencia más masiva; abunda la venta a granel: sin empaque, sin factura, regateando a cada paso, y se ha llenado tanto de expendedores de mueblería económica, como de mercadería de toda clase. Es interesante esta realidad urbano-comercial que aprisiona mis sentidos y que cautiva mi imaginación, por la dinámica de choque visual tan fuerte que genera. Se me asemeja a una plaza pública alargada, prolongada arteria de un centro de la informalidad, pero sin carga de culpa, a donde acuden comerciantes y marchantes de todo el país.
«Aquí encuentra usted mercadería de todo el mundo», me dice un comerciante palestino, joven aceitunado, barbado y de mirada agresiva, que luce orgulloso un ultramoderno teléfono celular que salió a la venta hace pocos días, valorado en miles de quetzales (que es un compleja computadora portátil). El «Zaid», así le dicen todos, maneja una elegante camioneta BMW del año, color negro. Tiene los vidrios polarizados (oscurecidos) para evitar su fácil identificación? supongo.
Sus fuertes y desmesurados ademanes, su alto tono de voz y enérgica gesticulación, aunado a unos ojos de lince, intimidan a cualquiera. Es todo un personaje que pareciera salido de una serie de TV, que vigila su comercio como si fuera un feroz Pit Bull. Cada vez que entra un cliente a su «tienda», lo intercepta como a una presa, hasta que lograr venderle algo. Nadie sale con las manos vacías, si no lo tiene él? se lo consigue (y supuestamente al mejor precio del mercado).
Con todo y el subdesarrollo que implica la vida en esta parte que parece deprimida ¿deprimida? de Guatemala City, por esas calles se escuchan acentos de Israel, la India y Arabia Saudita, mismos que se entrecruzan con códigos verbales cachiqueles, mames, zutuhiles, chinos y coreanos, entre otros idiomas. ¿Los nuevos acentos fenicios del mundo? El idioma inglés, ya suena por estos rumbos de La Bolívar? como mojar la champurrada en el café, que tanto gustamos los chapines por la tarde.
Y aquí, los compradores encuentran productos para «pacas» y cualquier tipo de empresas grandes y medianas? distribuidoras de todo, de todas las chucherías inimaginables; al por mayor y menor, pero al puro contado y en «chashito». Ni siquiera se aceptan cheques, mucho menos «tarjetazos» Hay almacenes de mercadería tan diversa (bisutería, bagatelas, fruslería, etc.) que usted ni conjetura que existen, pero también aquellas cosas extrañas que alguna vez soñó con adquirir. Y todos, todos los dueños de almacén dicen ser importadores directos, sí, directos de los grandes centros productores en el mundo comercial. La globalización se ha instalado en «La Bolívar» desde hace tiempo y la tecnocultura mundial nos asoma a cada momento, reflejada en productos de increíble actualidad. Los vitrales o vitrinas solo muestran algo poco de lo mucho que tienen?y el registro visual es de holística saturación.
DOCE CIUDADES CONTEMPORANEAS
Carlos García Velásquez (2004) señala que son doce las ciudades dentro de las urbes típicas de este mundo contemporáneo, que nos remiten a distintas sensibilidades mundiales y que componen las capas de la Ciudad Hojaldre, ese espacio de cemento y asfalto, donde millones y millones de seres humanos compartimos la vida diariamente, alrededor del globo terráqueo.
Velásquez las clasifica en: La Ciudad de la Disciplina, la Ciudad Planificada, la Ciudad Posthistórica, la Ciudad Global, la Ciudad Dual, la Ciudad del Espectáculo, la Ciudad Sostenible, la Ciudad como Naturaleza, la Ciudad de los Cuerpos, la Ciudad Vivida, la Ciberciudad y la Ciudad Chip.
En Guatemala, al hojaldre, la feminizamos como «hojaldra» y la re-bautizamos como milhojas: un delicioso pastelito elaborado de capas delgadas de harina crujiente, intercaladas con turrón dulce, muy dulce. En la Wikipedia leí, hace algún tiempo, que ese pastel fue inventado por el pintor impresionista francés Claude Gelée, nacido en el año 1600 ¿a saber si fue cierto? ?pero me pareció curioso el dato.
¿Esa deliciosa imagen de dulce hojaldrado identifica a nuestra ciudad? No. No lo creo?pero si la analizamos, tal vez si?Guatemala City es como una urbe hojaldre, construida por capas o en etapas que se corresponden a momentos históricos. Cada avenida, cada calle sería un nuevo período? y así sucesivamente, pero sin el dulce para agradar la vida? lamentablemente.
De acuerdo con García Velásquez la Ciudad Hojaldre es «aquella donde se superponen, a modo de capas, una serie de visiones compuestas a su vez por subcapas que comparten la misma sustancia». Pero también, Guatemala podría encontrarse entre aquellos asentamientos humanos considerados como Ciudades Duales, metrópolis complejas, de altísimo contraste, donde se registran interesantísimos signos discrepantes, dispares, divergentes que bien pueden ser analizados desde una óptica semiótica, esa ciencia social que no termina de construirse y que analiza los signos en el seno de la vida humana.
Por su parte, la socióloga holandesa Saskia Sassen (2000) opina que las ciudades como la nuestra, son más bien un «fenómeno intrínseco a un nuevo orden capitalista, donde los trabajos de bajo nivel salarial son claves para el crecimiento económico. Ello convierte al declive social en algo complementario del desarrollo, y no ya, como ocurría anteriormente, en un indicativo de decadencia», señala en su obra Ciudades y Economía Mundial.
Una ciudad en la que prevalece una desigualdad tan marcada, como la nuestra, formaría parte -entonces- de esa Ciudad Dual del capitalismo tardío, donde el mercado laboral sufrió una radical y profunda transformación. «Esto ha supuesto la desaparición de la estabilidad en el empleo y el consiguiente aumento de las subcontrataciones, el trabajo informal, el trabajo a tiempo parcial… y la pobreza», señala Sassen. Por eso hay tantas «Avenidas Bolívares» en nuestros países. Y? seguirán surgiendo, seguramente.
Además, agrega la socióloga: «esta degradación laboral confluyó con la aparición de numerosos nuevos ricos, personas que supieron aprovechar las oportunidades ofrecidas por la globalización». Entonces recuerdo la imagen del comerciante palestino de Las Cinco Calles, con novísimo celular, camioneta lujosa y mirada agresiva. En tanto, las mercaderías colgadas en la puerta de su negocio, pasan rozándole los ojos a los marchantes que franquean suspirando, casi como curioseando, las delicadas prendas femeninas colocadas sobre maniquís medio desnudos, medio cubiertos? que solo les falta hablar y exudan sexo virtual. Maniquís ultramodernos, también sacados de otra película de ficción en blanco y negro.
El concepto de Ciudad Dual, sin embargo, fue desarrollado por el connotado investigador español Manuel Castells, y señala que es «una confluencia de dos fenómenos contrarios pero complementarios, que ha instalado en la ciudad contemporánea la lógica de la desigualdad social». Ejemplo: un alto edificio ultra moderno, al lado de varias casita de cartón ¿podemos llamarlas casitas?, de total precariedad en su construcción. Curioso matrimonio que vemos a cada paso, en cada momento? algo que ya nos parece natural de esta ciudad deshumanizada.
En tanto, Mario Trejos H., costarricense estudiado en España, señala que la Ciudad Dual representa «el primer y el tercer mundo (juntos) dentro de un mismo Estado, con el resultado de Megaciudades de crecimiento disperso y fragmentario, creando archipiélagos monofuncionales y guetos residenciales». Por su parte, este fenómeno urbano lo perfila el urbanista español José Ramón Navarro «como la ciudad verdadera y la ciudad ideal» en el que intervienen procesos de apropiación de espacios -ilegalmente- y el marketing inmobiliario de soluciones de alto nivel urbano de viviendas modernas.
EL SHOPPING-CENTER
Como sea, la Ciudad Dual, es un fenómeno de expresión social que se inició al final del siglo XX, que se erige por arquitecturas de autoría (planificadas y mercadeadas) con extraordinarios edificios fuera del contexto de estas nuestras falencias mayoritarias, así como la cotidianidad territorial donde desarrollan sus vidas los seres comunes y corrientes, ajenos a esos desarrollos inmobiliarios de millones de dólares. Podemos incluir en este segmento, las esnobistas construcciones de espacios dedicados al comercio, antes llamados centros comerciales, hoy comúnmente citados como «shopping-center», que tanto significado tienen para la vida posmoderna desde que la argentina Beatriz Sarlo los bautizó como «el simulacro de la ciudad en miniatura», porque allí hay de todo, de verdad? de todo.
En tanto, dice Sarlo: «los barrios ricos han configurado sus propios centros, más limpios, más ordenados, mejor vigilados, con más luz y mayores ofertas materiales y simbólicas». Esos lugares, afirma Sarlo, son «cápsulas espaciales acondicionadas por la estética del mercado» y la gente del campo va a la ciudad y visita maravillada esos shopping-center; entre más nuevos son más visitados. De todos los rincones del país, los que no viven en la urbe, ni en la metrópoli, llegan para experimentar esa sensación de ingresar al centro comercial, transportador a otra dimensión humana: la novedad de la nueva ciudad comercial de este siglo XXI? ante todo, por la sensación de seguridad que brinda. Pero resulta que el shopping-center niega la esencia de la ciudad, reniega de ella. «Ha sido construido para reemplazarla», agrega la crítica argentina, quien afirma que dicho lugar es como una nave espacial del nuevo ciudadano del futuro: «monumentos al nuevo civismo»? pero del mercado.
Aquí, en la triste y gris dualidad de esta capital, la Guatemala City, convivimos una clase media que sufre un drástico proceso de adelgazamiento de sus recursos financieros, y la clase baja, que padece un proceso de transformación hacia un nuevo nivel de mayor pobreza, por esos procesos de desindustrialización del nuevo siglo. Y pasamos cerca, muy cerca de ciertas elites muy notables (en todo el sentido de la palabra) aunque no vivimos «revueltos». Esas elites viven segregadas urbanamente en zonas altamente calificadas, pero -es curioso- conviviendo con otras construcciones pobres, pobrísimas a veces, donde impera una decadencia física sin precedentes: suntuosas mansiones valoradas en millones de dólares, edificadas al lado de barriadas, villas miseria, limonadas, asentamientos marginales.
Expresión visual patética de ese fenómeno citadino dual -lacerante- que ocupa este reflexión y que refleja la falta de compromiso social que tienen nuestras autoridades capitalinas, porque además de demostrar incapacidad por más de dos décadas de mandar en «su ciudad», nadie está dispuesto a contarle las costillas a una administración que sigue pintando de verde «chinto» cuanto espacio público encuentre? para hacerse presente a cada instante en nuestro transitar por las calles, avenidas grises que nos rodean y nos mal recuerda su pública promesa al ser electo por tercera vez: «si cumple». ¿A quién le cumple?
Esa travesía diaria nos recuerda a cada paso, a una ciudad hojaldrada, pero que ha resultado sin dulce argamasa, y es terriblemente contrastada. Fiel reflejo de nuestras circunstancias sociales y económicas de Tercer Mundo ¿o de cuarto? o hasta de quinto?
Entonces? mejor decido dar una vuelta en u, exactamente en la 18 calle y Bolivar? sin alcanzar mi destino: el centro de la capital, nuestro descolorido downtown. Y esta imposibilidad de hoy, se debe a una saturación interminable de automóviles viejos, y curiosamente muchos pequeños autos nuevos (demasiados modelos del año); así como numerosas camionetas de colores rojos despintados, enormes camiones de todos los tamaños, motos y más motos; y ahora taxistas imprudentes, abusivos?impertinentes, que me impiden alcanzar mi objetivo. Todo eso confabula en mi intensión y no me permite llegar al centro de la Guatemala City, que añoro ver de nuevo. Aquel centro de ni niñez, desdibujada por un modernismo a ultranza.
Retorno, entonces, por aquella Avenida Bolívar de mis recuerdos infantiles, buscando el Trébol, que se me esconde entre los hombros de un volcán de Agua que siempre vigila nuestros anhelos, a lo lejos, allá en las faldas de La Antigua, la señorial capital del Reyno de Goatemala, ciudad congelada en la memoria de un tiempo que pareciera no cambiar.
En estos instantes, la tarde tiene ese sabor a gris plomo opaco, nebuloso? después que la lluvia lavó toda la atmósfera brillante, para esconder esa luz natural que permitió el contraste -hasta hace pocos minutos- de una extraordinaria fotografía virtual de medios tonos, que tornaron hacia un púrpura de nostalgia y ansiedades infinitas.
En estas calles estrechas y poco iluminadas, es más fácil comprender la sociedad que vive en esta ciudad triste. En esa penumbra es posible buscar respuestas? porque es cuando todos parecemos iguales, tal vez porque aquí, por allí o por allá, se esconden más fácilmente estas tremendas diferencias tan capitales, de esta capital deslustrada.
Una vieja alarma acústica, que adormece en mi memoria, resuena todos los días a las 18 horas. Truena como aullido de perro viejo, si fueran a bombardear esta ciudad perdida en un valle resquebrajado, valle rodeado de barrancos y dolores históricos. Esa misma alarma, hace salir apresuradas a las jóvenes que trabajan en los almacenes, en las oficinas, en las empresas que todavía se asientan en el centro, en el downtown chapín.
Esas jóvenes saltan a las calles en búsqueda apresurada de un transporte colectivo barato, pero de pésimo servicio. Con todo (y que ahora) hay modernos vagones de Transmetro, también pintados de ese verde chinto, color obseso del alcalde.
Todos los días, este segmento de población, los de a pie, literalmente se juegan la vida hasta llegar a casa, lo que muchas veces alcanzan tras varias horas de camino de retorno; abriéndose paso en un tránsito alocado, que convulsa a cada instante, como serpiente vehicular en cámara lenta; sin seguridad de nada y garantías ficticias de una Constitución de la República que no se cumple, que es una virtual falacia. La sobrevivencia día a día, para este sector popular, depende más de la fe que cada quien tenga en un Dios todo poderoso? que en las autoridades encargadas de proporcionar seguridad a la población.
El cielo se ha tornado oscuro, oscuro? y la gente huye de las céntricas calles de la capital, que quedan vacías, vacías. Las sombras salen a caminar en cámara lenta, como en una vieja película en blanco y negro; más bien con sabor a sepia. La llovizna ha dejado esa sensación de desencanto, en el resbaloso asfalto de una ciudad que se despinta, se re-forma y deforma con la llegada de algunas sombras. Entonces, solo queda encoger los hombros y hacerse cruces en todo el cuerpo? una y otra vez. Una y otra vez.
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Castells, Manuel, (1995) La ciudad informacional. Madrid, Alianza Editorial.
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