El refugio de las campanas


Pepita Turina

El niño, con su padre, empezó a caminar por el desierto. Era el atardecer y por el viento modelador, las arenas tomaban formas escultóricas y por los cambios de la luz se teñí­an de colores diferentes.

El padre iba llorando. Habí­a desaparecido su mujer y por eso abandonaba todo, para buscar otros horizontes donde nada se la recordara. El niño no iba tan triste. Sus nueve años de edad le daban la certeza de que su mamá se iba a d e s m o r i r dentro de un tiempo y vendrí­a a jugar con él y acompañarlo.

La noche avanzaba, y también el frí­o. Pero ellos llevaban un atado de mantas y varias cosas queridas que no pesaban demasiado. Amarrados los envoltorios y con dos manillas, una a cada lado, los transportaban fácilmente entre los dos.

Cuando se cansaron de andar, tendieron las mantas sobre la arena blanda y se acostaron a dormir.

Despertaron muy temprano y se sintieron perdidos. Estaban en un lugar sin caminos, con una arena alisada y muy blanca, donde no existí­an huellas y no se veí­a principio ni fin.

A pesar de sentirse desorientados continuaron la marcha. Durante media hora el decorado no cambió casi nada, hasta que una especie de pueblo apareció súbitamente ante ellos. Miraban desde lo alto de una loma y a sus pies se extendí­a una configuración de paredes a medio derrumbar, y en los huecos de sus ventanas y de sus puertas se divisaban campanas de distintos tamaños y metales. Y algunas, movidas por una suave brisa, emití­an en conjunto una sonoridad como de carillones.

Les gustó encontrar, en medio del desierto, ese pueblo de campanas. Y el niño corrió por la pendiente para llegar cuanto antes él.

Entremedio de sus calles ?si así­ pudiera llamárselas?, descubrió a un anciano que caminaba deteniéndose ante cada campana. Se acercó a él, sin saber que era el depositario de las leyendas de las campanas, que habí­an sido llevadas a ese lugar para que él contara sus historias, a quien se interesara por escucharlas.

El niño, mirando una muy pequeña que pendí­a de un pimiento, preguntó:

? ¿Quién la puso ahí­?

? Yo ?dijo el anciano?. Me la trajeron. Me la trajo una joven que me dijo así­:

? Yo jugaba con ella, desde una vez que un señor la sacó de un írbol de Pascua para regalármela. Pero ahora, yo soy grande. Ya no juego con ella. Además, me voy lejos y no puedo llevármela. No puedo o no quiero. Tal vez cabrí­a en algún rinconcito de mi equipaje. Pero llevo tantas otras cosas que me gustan más en mi vida de ahora. Y aquí­ quedará entre sus hermanas campanas y estará feliz.

El niño, después de escuchar esta historia, la tocó. No era una campanita sólo de forma. Su badajo se moví­a, golpeando sus paredes azules ?porque era de color azul? y emití­a un sonido débil, dulce, acogedor.

?¿Y cuál es la campana más grande?? preguntó, ansioso de saltar a los extremos: de la más pequeña a la más espaciosa.

?Está lejos ?dijo el campanero?. Cuando anochezca puedes alcanzar hasta ella. Hoy no te puedo acompañar, pero mañana, cuando la hayas visto, te contaré su historia.

Las pupilas del niño, dilatadas por el interés, siguieron así­ cuando el anciano terminó de hablar. Sus ojos perdieron de antemano el suero de su hora de dormir. Esperó, anheloso, la noche. Y bajo un cielo intensamente estrellado, bajo la luz iluminadora de la Luna llena, caminó sin cansancio hasta enfrentarse a una campana gigante que no pendí­a, sino que estaba inclinada en el suelo.

Se acercó y penetró en ella. La tocó. Quiso mover el badajo y no pudo. Parecí­a imposible que hombres, por más potentes que fueran, pudieran haber tenido la fuerza suficiente para haber traí­do de alguna manera esa campana. ¿De qué manera? Algún poder sobrenatural tení­a que haber influido en el traslado. O la habí­an fundido allí­ mismo.

Oyó la voz de su padre que lo llamaba. Respondió a esa llamada y su voz tuvo como una resonancia de campana: hermosa, fuerte, prolongada. El padre se guió por esa voz que tení­a sonoridades de Universo y encontró a su hijo.

Juntos, aquella noche durmieron dentro de la cobijadora campana, que era como una caja sonora. Y aunque era de duro metal, les pareció que sus cuerpos flotaban entre blandos arpegios de músicas siderales.

Despertando, el padre le dijo a su hijo:

?Debemos abandonar este pueblo. Tengo que buscar trabajo Y aquí­ no lo encontraré.

El niño estuvo un momento silencioso. Luego insinuó:

?¿Yo podrí­a quedarme?

Por esa pregunta tí­mida y ansiosa, el padre comprendió que su hijo habí­a sido conquistado por las campanas. Recordó que el amor de su hijo por lo que suena, vení­a de los sonajeros que tuvo en su infancia. Su mujer, desde que su hijo nació, utilizó el sonajero y los cascabeles para avivar los sentidos del niño y distraerlo. Se acordó de unos saltimbanquis y payasos que llegaron al lugar donde viví­an y cuyas vestimentas estaban adornadas de cascabeles. Su hijo los seguí­a fascinado, detuvo a uno y le pidió que le regalara el cascabel. El más joven arrancó de su blusa el más lindo y se lo regaló. Hasta ahora, no dudaba que su hijo, seguramente lo traí­a en un bolsillo. Pensó que ese lugar le daba confianza. No podí­a haber demonios, porque el diablo no puede morar donde hay campanas. Tampoco las brujas. Las campanas preservan de maleficios.

Decidió alejarse y dejar allí­ a su hijo.

El niño empezó a ser el ayudante del campanero. Y a sentirse dueño de las campanas, envuelto en sus historias, ampliadas por su imaginación y por las campanas que siguieron llegando. Aprendió a conocer los metales que formaban los diversos tamaños de esos cuerpos sonoros. Habí­a campanas de metales preciosos, de oro y plata, de metales nobles, de metales pesados y livianos: cobre, zinc, ní­quel, aluminio. Identificaba las resonancias. A veces corrí­a junto con la brisa y pillaba el son en el momento de nacer, antes de ninguna repetición de ningún eco. Subió a partes difí­ciles, donde lo sujetaba la mano amiga del campanillero. Las campanas tení­an distintos colores, según el metal de que estuvieron hechas, según el tiempo, según la edad que les daba de pátina. Las menos pesadas se moví­an con el viento y emití­an a veces juntas, a veces unas después de otras, según el vaivén de la brisa y su pasar entre los recovecos. ¡Qué bien se oí­an los sones en el aire transparente de ese pueblo nortino, subiendo hacia el cielo tan azul, sin nubes y esparciéndose por todos los ámbitos! Un dí­a, cosa extraña, granizó, y las campanas sonaron desde fuera, con los badajos quietos, multiplicándose en tañidos sin eco. Los golpeteos del granizo llenaron el aire de sonecillos breves y murientes.

Las campanas llegaron a ser las mejores amigas del niño; sus confidentes. Les hablaba y el susurro de las respuestas solo él lo conocí­a y lo interpretaba.

Las campanas sin campanario: campanas de barcos naufragados y encontradas después, otras que se descubrieron en escondites donde se las habí­a llevado por miedo a los enemigos, en las guerras, o de los ladrones que las querí­an robar por su valor metálico y no ritual. Habí­a campanas que se reflotaron desde rí­os y lagos, donde estuvieron sumergidas, producto de leyendas, porque a veces sonaron bajo las aguas por el reflujo de las corrientes y se creí­a que manos misteriosas las hací­an sonar. No faltaban campanas de barco que fueron utilizadas para llamar a comer; campanas de colegio que avisaron la entrada y las salidas al recreo. Pero allí­ no estaban para responder a las tareas para las que fueron hechas. Eran libres, tocaban solas, por la brisa, por los movimientos, porque alguien las moví­a en cualquier momento, sin rutina, sin horario, sin deberes que cumplir.

Los dí­as de Semana Santa, el dí­a viernes precisamente, que por la muerte de Cristo en la Cruz, todas las campanas del mundo cristiano enmudecen, persistí­an allí­ con sus sones habituales. Las campanas de ese pueblo no doblaban a muerto, no tañí­an para anunciar un entierro, no repicaban para llamar a los fieles a cumplir en las iglesias sus oficios religiosos.

Pero, un viento arcangélico se levantó a las 12 de la noche del primer 24 de diciembre que le tocó al niño vivir en ese pueblo. Fue como un viento de alas, que arrancó volutas de sonidos. Ondulantes sones se elevaban, crecí­an, disminuí­an como un oleaje. En ese prodigioso derrame de sonidos, se desplegaban sonoridades que alcanzaban distancias infinitas.

El niño, estupefacto, escuchó el asedio de las campanas que tintineaban todas en el cristal del aire. Una mano invisible balanceaba todos los badajos, orquestando una música inigualable, como la de un gigantesco carillón terrestre y celestial a la vez; música no escrita, no basada en las siete notas musicales, sino en una sobrenatural sinfoní­a que tení­a entremezclados el canto de los pájaros, el murmullo del mar, la canción de las corrientes fluviales, y otras sonoridades de la naturaleza.

Nunca más el niño quiso dormir la ví­spera de Navidad, la noche de transición hacia la Pascua del 25 de diciembre. Las escuchó la vida entera. Niño, hombre, anciano, esperó esa música de campanas que no se generaba sino una vez al año, para rememorar el nacimiento de Jesús hací­a veinte siglos.