Un funcionario de la Organización de Estados Americanos, al participar en un encuentro regional, dijo que Centroamérica vive una guerra civil no declarada debido al alto índice de homicidios, violencia, proliferación de armas ilegales y la creciente presencia del crimen organizado en la región, advirtiendo que aquí se reflejan los mayores índices de violencia y que la población se encuentra indefensa frente al avance de esos flagelos.
Desde el punto de vista conceptual puede cuestionarse la afirmación, pero desde el punto de vista de los efectos es indudable que la región vive ahora sus peores momentos y en muchos casos la cantidad de muertes supera las que se dieron durante los conflictos internos que asolaron a países como Guatemala, El Salvador y Nicaragua. Creemos que al experto de la OEA le faltó decir que todos los factores que él señala como indicadores de la grave situación se ven alentados por la debilidad institucional que impide la implementación no sólo de mecanismos de prevención, sino que también de administración de justicia para castigar a los delincuentes que tienen de rodillas a estos pueblos.
La fragilidad de los Estados es un factor común en nuestros países y prueba de ello es la impunidad que es característica común para esta parte del mundo, donde las instituciones de justicia se encuentran penetradas por el crimen organizado. No es casual, desde luego, que el crimen organizado se nutriera en buena medida con antiguos actores de las guerras en estos países y que éstos se sirvan de las estructuras que ellos mismos diseñaron para garantizarse impunidad en el marco de la confrontación ideológica que, una vez superada, no terminó con las estructuras de control del poder judicial y de las labores de fiscalía, además de las de policía en varios de los países.
El problema más grave, pues, está no sólo en la presencia del crimen organizado en la región sino del enorme poder que posee porque ha logrado incrustarse en las instituciones de manera tal que se convierte en un extraordinario poder paralelo contra el que nada pueden hacer las fuerzas vivas de cada una de estas sociedades.
Porque si simplemente estuviéramos frente a una proliferación de la delincuencia por la presión que, por ejemplo, ejerce el gobierno mexicano sobre los carteles de la droga y por el incremento de las pandillas juveniles, el tema sería preocupante pero no tan grave como lo es ahora que el crimen organizado coopta la institucionalidad e imposibilita el accionar del Estado para ejercitar sus mecanismos de defensa. Eso es, en realidad, el aspecto más grave de la crisis y en el que se tiene que reparar porque el descalabro es de descomunales proporciones.