Tenía alrededor de 10 años de no verme con mi amigo al que llamaré Juan José, por razones que se obviarán más adelante, quien fue compañero mío en la universidad Mariano Gálvez, cuando él estudiaba Ingeniería Civil y yo estaba inscrito en la facultad de Derecho.
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Me dio mucho gusto encontrarme con Juancho porque siempre fue un buen camarada, de suerte que convinimos en tomar un par de tazas de café en uno de los restaurantes del centro comercial donde nos encontrábamos. Me contó que había formado una mediana empresa de construcción y que le trabajaba al Estado; pero que cada vez le resultaba menos rentable su actividad empresarial porque era objeto de sobornos de parte de una cadena de empleados y funcionarios del Ministerio de Comunicaciones y hasta del gobernador departamental de Chimaltenango, quien tenía la rara gentileza de llamarle por teléfono para avisarle que Juan José ya podía cobrar su cheque y que amablemente lo acompañaría a realizar esa diligencia. La razón: mi amigo le entregaba en efectivo el porcentaje que le fijaba ese funcionario.
Eran los dorados tiempos del gobierno del presidente í“scar Berger, cuando la corrupción cobró ribetes de delicadeza y elegancia.
Por esas comunes coincidencias de la vida, hace como un mes me volví a encontrar con Juan José. Después del abrazo de rigor nos sentamos nuevamente a saborear sendas tazas de café para entrarle a la platicada. Mi pregunta fue cajonera: -¿Seguís de contratista del Estado? Me respondió afirmativamente, pero sin asomo de entusiasmo alguno. Le lancé otra pregunta: -¿Y cómo te está yendo? Me miró fijamente y escuché lo que sospechaba. -Ahora está peor la cosa, vos. Si anteriormente, con los gobiernos de Portillo y de Berger los contratistas teníamos que caer muertos con el 10 %, con el gobierno socialdemócrata de Colom la cuota llega al 30 %, lo que nos obliga a incrementar los costos de las construcciones si queremos ganar algunos centavos.
No era el primero que me contaba el escandaloso ritmo ascendente de corrupción que se opera en el Estado -para decirlo con palabras que pretenden ser altisonantes-, puesto que otras personas dedicadas a esa actividad me lo habían confiado. El amigo de uno de mis hijos me reveló que su empresa estaba por quebrar a causa de los sobornos que se veía obligado a pagar. Ingenuamente le pregunté por qué accedía a pagar las comúnmente llamadas mordidas, ante lo cual me respondió con una expresión muy guatemalteca: -Porque la necesidad tiene cara de chucho.
De estas conversaciones me recordé Â el viernes de la semana pasada, cuando el presidente ílvaro Colom desmintió que Armando Escribá hubiese renunciado del Fondo de Conservación Vial, puesto que la verdad es que lo había destituido, pero en vez de ser claro en relación a las causas de esa defenestración, el mandatario acudió a un eufemismo: «Por problemas de información sobre el manejo de la deuda flotante y los contratos celebrados que no se publicaron en el portal electrónico de Guatecompras».
Pudo haber sido más sincero: Los constantes señalamientos sobre anomalías en contratos, cobro de comisiones y sobrevaloración de obras, como precisó la nota informativa de Prensa Libre.
Quizá ahora la mordida no sea del 30 % sino que se reduzca al 29 %, por lo menos.
(Cierto sujeto que recientemente fue destituido por mordelón en un país centroamericano que no es Guatemala, le aclaró al reportero Romualdo Tishudo: -No he cometido ningún delito; lo único que hice fue no cumplir con la ley).