Cinco años después de la introducción de monedas y billetes en euros, convirtiendo en realidad uno de los sueños de los padres fundadores de Europa, el entusiasmo cede su lugar al escepticismo entre quienes en la opinión pública asocian divisa única con alza de precios.
Noche de San Silvestre de 2001 a 2002: 304 millones de europeos ven llegar a sus bolsillos la misma moneda, el euro, que sustituye a los francos, marcos alemanes, liras o pesetas.
Esta gigantesca operación logística, que completó el lanzamiento «virtual» tres años antes del euro como instrumento de pago, se desarrolla sin mayores problemas.
Los dirigentes europeos, jubilosos, están convencidos de que esta revolución monetaria acelerará la construcción europea e impulsará la prosperidad del Viejo continente.
Esta creencia está basada en razones económicas: los europeos, acostumbrados a «tormentas» monetarias, esperan que el euro sea una protección contra los ataques especulativos que tantas veces afectaron a las divisas nacionales.
La moneda única debía también acrecentar los intercambios comerciales de los 12, y Míster Euro, el ex presidente del Banco Central Europeo (BCE), Wim Duisenberg, predijo un notable estímulo a la economía y un aumento potencial de hasta un punto en su crecimiento.
Hoy, cinco años después, el hombre de la calle está más preocupado por el precio de su café, de su pan o de su alquiler, que sospecha ha aumentado de forma desmesurada desde la llegada de la moneda única.
La polémica sobre lo que se llama «Teuro» en Alemania (juego de palabras entre «teuer», que significa caro, y euro) sigue aún viva, pese a las reiteradas denegaciones de las autoridades monetarias, con el BCE en cabeza.
En efecto, estas autoridades afirman que la inflación quedó globalmente bajo control a poco más del 2% en estos últimos años, y que las alzas en el sector inmobiliario o de la energía no tienen nada que ver con el cambio de moneda.
No obstante, la moneda única sigue siendo poco querida: según un reciente sondeo, tres cuartas partes de los alemanes siguen contando en marcos. Las ventajas del euro, que permite viajar por 12 países europeos sin cambiar de moneda, siguen siendo olvidadas o ignoradas.
Es cierto que el prometido crecimiento económico se hace esperar: Europa fue durante mucho tiempo la linterna roja frente a Estados Unidos y los países emergentes. Sólo ahora empieza a levantar cabeza.
La «estrategia de Lisboa», que supuestamente debía convertir a la economía europea en la más competitiva del mundo, sigue estancada, igual que el proyecto de «gobierno económico europeo».
En Francia, el euro, considerado demasiado fuerte ante el dólar o el yen, es acusado de lastrar las exportaciones francesas.
Además, la crítica tiene como blanco el BCE, acusado de poder excesivo y de preocuparse únicamente de la inflación, en detrimento del crecimiento.
Este desamor tiene también consecuencias políticas: fue decisivo en el rechazo en Francia y Holanda al proyecto de Constitución Europea.
Hoy, incluso si Eslovenia se apresta a convertirse desde el 1 de enero en el 13º país miembro de la zona euro, la moneda única ya no hace soñar a los nuevos integrantes de la Unión europea, cada vez menos impacientes por adoptar el euro.
La Comisión Europea es consciente de ello. «No basta una gestión inteligente de la Unión económica y monetaria por los responsables políticos si el ciudadano no está convencido», reconoció la Comisión a fines de noviembre, en su «Balance de la economía europea en 2006».