El cuarto centenario de la expulsión de 300 mil musulmanes converses, decretada por Felipe III, es recordada con exposiciones, libros y un congreso.
En la primavera de 1609, gente de todas las edades debió abarrotar puertos del Mediterráneo español, expulsados debido a la intransigencia religiosa, la represión militar y los intereses políticos de aquellos tiempos. Su único delito consistía en ser descendientes de los musulmanes que habían vivido en la península Ibérica durante siglos y fueron obligadas a convertirse al cristianismo.
El decreto fue firmado el 9 de abril por Felipe III. Inspirado por su primer ministro, el duque de Lerma, imponía la expulsión de cerca de 300 mil moriscos, en su mayoría radicados en Aragón, Valencia, Murcia y Granada, en un país que a comienzos del siglo XVII contaba apenas con ocho millones y medio de habitantes. «La expulsión significó un auténtico desastre económico para varias regiones», señala Luis Fernando Bernabé, «y un retroceso de casi un siglo en muchos indicadores de riqueza. Hay que tener en cuenta que buena parte de la agricultura y del comercio estaba en manos de moriscos».
Luis Fernando Bernabé, arabista y profesor en la Universidad de Alicante, forma parte del centenar de especialistas en los moriscos que se reunirán la semana próxima en un congreso internacional en Granada, convocados por la Fundación El Legado Andalusí y por la Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales (SECC).
Dicha cita marcará un hito en los estudios sobre una época poco estudiada y divulgada. «Se trata de recuperar la memoria de ese período», comenta Jerónimo Páez, director de El Legado Andalusí, «y de investigar los puntos de vista sociales, económicos y culturales desde las dos riberas del Mediterráneo, la española que expulsa a los moriscos y la norteafricana que los recibe. Hemos tenido especial interés en invitar a profesores universitarios del Magreb para abordar un capítulo poco conocido de nuestra historia. No cabe duda de que una visión maniquea ha influido a la hora de olvidar nuestro mestizaje con el mundo magrebí, cuando está claro que un país como Marruecos es el que más ha influido en nuestra historia».
Los especialistas no terminan de ponerse de acuerdo sobre las razones básicas de la expulsión, y en definitiva, la suma de varios motivos explicaría aquella furia contra la minoría islámica. «Ofrecer una respuesta rotunda es difícil», opina Bernabé, «aunque muchos creemos que los motivos políticos pesaron tanto o más que la persecución religiosa. De cualquier modo, todo se entrelazaba, y en los bandos de la expulsión, que se prolongó entre 1609 y 1614, se alude en primer lugar al peligro para la seguridad de los reinos, en referencia a ataques turcos o incursiones de piratas en el litoral mediterráneo. Ya en segundo término, se aportan motivos de represión religiosa, alentada por algunas autoridades eclesiásticas».
A tal punto la monarquía mezcló argumentos en aquel acto de fuerza -con pocos equivalentes de tal magnitud en la historia española-, que se vio obligada a esquivar la circunstancia de que todos los moriscos expulsados estaban bautizados y, por tanto, desde un punto de vista formal, eran cristianos. Felipe III convocó a finales de 1608 una junta de teólogos para que aclararan la cuestión, y los propios religiosos tuvieron que advertir que se iba a expulsar a cristianos. Por ello se utilizó la acusación contra los moriscos de que actuaban como quintacolumnistas del Imperio Otomano y de los corsarios que devastaban el Mediterráneo. Apenas décadas después de la batalla de Lepanto o del aplastamiento de la rebelión de las Alpujarras, el odio social contra los moriscos estaba realmente arraigado.
Manuel Barrios, catedrático de la Universidad de Granada y uno de los coordinadores del congreso que lleva por título Moriscos, historia de una minoría, afirma que «Siempre fue tensa y difícil la convivencia entre musulmanes y cristianos. La expulsión de los moriscos representó el capítulo final en un largo conflicto entre moros y cristianos que termina con la derrota de los primeros y con el botín de la victoria para los segundos. La política de Felipe III y de Lerma, en una etapa en la que necesitan dar muestras de unidad religiosa y poderío militar, supuso la consolidación de la hegemonía cristiana».
El centenar de especialistas, que debatirán en Granada entre el 13 y el 16 de mayo, se ocuparán también de las huellas de la cultura morisca, tanto en España como en el Magreb. En la península Ibérica el legado ha perdurado en la arquitectura mudéjar y en la agricultura, un sector en el que los moriscos impusieron sus técnicas y sus ingeniosos métodos de uso del agua en el antiguo Reino de Valencia, donde representaban un tercio de la población a principios del XVII, o en Aragón, donde alcanzaron el 20% del censo. «Su laboriosidad en el campo», subraya Barrios, «era tan evidente que irritaba a los cristianos intransigentes».
El peso de los moriscos en muchas zonas rurales era tan decisivo que el decreto de expulsión contempló excepciones en algunas familias que debían permanecer en España para enseñar a los agricultores cristianos a cultivar las tierras. Toda una triste paradoja. Pero la monarquía de Felipe III prefirió apostar por el integrismo religioso y la intransigencia política antes que por la suma de esfuerzos. Una parte del país tardó décadas en recuperarse.