Quince años después del desmembramiento de la Unión Soviética, Rusia ha adoptado el capitalismo, la libertad religiosa, la apertura de fronteras, pero sigue recordando con nostalgia la potencia y certeza perdidas.
El 8 de diciembre de 1991, tras comprobar el fracaso del comunismo y de la perestroika aplicada por Mijaíl Gorbachov para intentar salvar la Unión Soviética, tres de sus repúblicas -Rusia, Ucrania y Bielorrusia- firman el acta de defunción de la URSS.
La penuria ha dado paso a la abundancia, a una publicidad omnipresente, a atascos impresionantes en las calles de Moscú.
Ha nacido una clase media ávida de vacaciones en el extranjero. Las iglesias han recuperado cúpulas y colores llamativos. La gigantesca piscina al aire libre que funcionaba tanto en verano como invierno en el centro de la capital es reemplazada por la masa blanca y dorada de la catedral del Cristo Salvador reconstruida, calcada de la que Stalin mandó demoler.
Las grandes conmemoraciones de la Segunda Guerra Mundial y las familiares pancartas rojas a la gloria de la patria siguen presentes. Lenin no se ha alejado de su mausoleo, su estatua sigue dominando a la entrada de la avenida que lleva su nombre.
El presidente Vladimir Putin, que ha restablecido el himno soviético, calificó en 2005 el hundimiento de la Unión Soviética como «desastre geopolítico mayor del siglo (XX)».
Estas palabras pueden sorprender en el extranjero pero reflejan una realidad para los rusos, sobre todos los menos jóvenes y los más pobres. Según un reciente sondeo del muy respetado instituto de estudios sociales Levada, 61% de los rusos lamentan la caída de la Unión Soviética y sólo 30% dicen que no son nostálgicos.
«En 1991, cuando la Unión Soviética se vino abajo, se cerró un periodo histórico que remontaba prácticamente a Pedro el Grande», de dos a tres siglos de expansión casi continua, señala el historiador francés Laurent Rucker, de la revista Questions Internationales.
«Muchos problemas que vive Rusia, elementos de su comportamiento en la escena internacional, se explican por ese hecho crucial», estima.
La URSS, que se extendía desde Asia central hasta el Cáucaso del sur y el Báltico, estalló en 15 repúblicas independientes. «Rusia reconoce estas nuevas fronteras pero sicológicamente siguen sin existir», estima Fiodor Lukianov, de la revista Rusia en la Política Mundial.
«Las élites rusas muy apegadas a la potencia, a los símbolos de la potencia, buscan una vía de adaptación a la contracción del espacio y de la potencia rusas», señala Rucker. Para ello, Rusia emplea «más medios de presión que de seducción» al poner sobre la mesa sus vastos recursos energéticos, constata.
El petróleo y el gas son utilizados como arma política con las repúblicas ex soviéticas consideradas demasiado pro occidentales, como Georgia y Ucrania, y como vector de desarrollo de Rusia, donde el crecimiento avecina 7%.
En el interior del país, la gran olvidada es la democracia, ya se trate de prensa, derechos humanos, independencia de la justicia, legitimidad de las elecciones o auge de la xenofobia.
«Rusia nunca había sido tan abierta ni democrática» como en estos 15 últimos años, pero ahora «estamos en un periodo de regresión neta», resume Rucker.
Si el omnipotente partido pro Kremlin Rusia Unida, con su millón de afiliados, «hace pensar mucho en el Partido Comunista de la Unión Soviética, tampoco se trata de una vuelta al sovietismo, sino de un sistema autoritario de gobierno», estima Lukianov.
«Existen tres partituras: riqueza, grandeza y democracia. Putin interpreta sólo las dos primeras», deplora Leonid Sedov, un experto del centro Levada.
«En cuanto a la tercera, la gente no percibe realmente una agravación de la situación. Les pasa por encima de la cabeza. Visiblemente, no entienden la democracia», añade.
Quince años después de la caída de la Unión Soviética, el padre de la perestroika, Mijaíl Gorbachov, y su enemigo jurado Boris Yeltsin, que enterró al imperio soviético, siguen siendo unos malqueridos en Rusia, cuando no están enterrados en el olvido.
La mayoría de los rusos (55%) tiene sentimientos negativos hacia el padre del «capitalismo salvaje» en Rusia, Boris Yeltsin, según un sondeo del Centro Levada publicado en enero pasado.
Sólo 9% expresan simpatía hacia su persona, mientras que uno de cada tres rusos dice que le es indiferente el hombre que firmó el acta de defunción de la URSS en un bosque de Bielorrusia el 8 de diciembre de 1991 en compañía de los presidentes ucraniano y bielorruso.
Mijaíl Gorbachov suscita sentimientos negativos en un 30% de rusos y simpatía en un 16%, según otro sondeo del Centro Levada realizado en marzo.
La mitad de los rusos (49%) no tienen una opinión sobre esta personalidad que con su perestroika aceleró la fragmentación del imperio, «una señal de olvido», según el sociólogo Alexei Levinson, quien recuerda que los indiferentes representaban 31% hace cinco años.
Mijaíl Gorbachov, respetado en Occidente, sobre todo en Alemania por su papel en la reunificación del país en 1990, sigue siendo a sus 75 años un conferenciante «globe-trotter» que pasa «casi la mitad del tiempo en el extranjero», según su asistente Vladimir Poliakov.
Caída inevitable
El expresidente ruso Boris Yeltsin cree que la caída de la Unión Soviética hace 15 años era «un proceso histórico inevitable» porque «todos los imperios desaparecen», según asegura en una entrevista publicada este jueves por el diario oficial Rossiiskaia Gazeta.
«Todos los imperios desaparecen. Es un proceso histórico inevitable que también estaba escrito de antemano para la URSS», apuntó Yeltsin, quien dirigió el país entre 1991 y 1999.
El exdirigente de 75 años reconoce que conserva «cierta nostalgia» de la URSS porque ha «crecido» y pasado «casi toda» su vida en ese sistema. «Pienso que es natural», añade quien firmó la sentencia de muerte de la Unión Soviética el 8 de diciembre de 1991 con sus homólogos de Bielorrusia y Ucrania.
Yeltsin matizó, sin embargo, que «nadie debe olvidar que la gente vivió los últimos años de la URSS en condiciones muy difíciles» y recordó la ausencia de libertad de expresión y las «tiendas vacías» en ese período.
El ex-presidente defendió la existencia de la Comunidad de Estados Independientes (CEI), heredera de la URSS, y consideró que las antiguas repúblicas soviéticas están «destinadas» a permanecer unidas.