Afganistán, devastado por dos décadas de guerra y afectado por la insurrección de los talibanes, intenta una reconciliación nacional a pesar de que los caudillos siguen imponiendo su ley y beneficiándose de una impunidad denunciada por las ONG.
Cinco años después de la caída de su régimen integrista, los talibanes multiplican los ataques, sobre todo en el sur y el este del país, contra un poder considerado corrupto por numerosos afganos y en cual ex comunistas o muyahidines, sospechosos de crímenes o delitos, ocupan posiciones destacadas.
El régimen comunista (1979-1992), bajo el cual más de 200 mil personas fueron torturadas, según organizaciones no gubernamentales (ONG), fue derrocado por los muyahidines cuyos jefes se enfrentaron luego en una guerra (1992-96), de la cual surgieron los talibanes, que a su vez fueron acusados de atrocidades.
El presidente de la Comisión Independiente de derechos humanos, Sima Samar, considera que el gobierno confunde actualmente amnistía con reconciliación.
La gente implicada en casos graves deberían ser al menos destituida de sus puestos, comentó.
Para la ONG International Crisis Group, esta cultura de la impunidad no hace más que obstaculizar los esfuerzos para estabilizar al país y enfrentar la insurrección de los talibanes.
Esa es la misión de la Comisión para la paz y la reconciliación nacional, creada en mayo de 2005: convencer a los insurgentes, talibanes y partidarios de Gulbuddin Hekmatyar (jefe islamista del Hezb-i-Islami), de unirse al proceso de paz a cambio de protección y privilegios, como una casa, según el portavoz Sayed Sharif Youssofi.
Recientemente, el presidente Hamid Karzai se declaró dispuesto a conversar con el mulá Omar y Hekmatyar, ambos en la clandestinidad y considerados como terroristas por los estadounidenses. Pero dijo que correspondía al pueblo y al Parlamento decidir si podían perdonarlos o no.
Según cifras oficiales afganas, más de 2.600 insurgentes han entregado sus armas en el último año y medio. Sin embargo, quedan más de 2 mil grupos armados en el país, según la ONU y a pesar de un programa de desarme de las milicias ilegales lanzado en 2003.
Los caudillos del norte del país, de mayoría uzbeka y tayika, se niegan a desarmarse si el sur, de mayoría pashtún y confrontado a una insurrección de los talibanes, no entrega las armas, según los expertos.
Las milicias rivales continúan enfrentándose esporádicamente.
Los abusos -apropiación ilegal de tierras, intimidación, violencia étnica- de los potentados locales, algunos vinculados al poder central, fueron denunciados recientemente por la organización humanitaria Human Rights Watch.