Que la codicia fue la causa de la crisis mundial más grave desde la Gran Depresión es un hecho irrefutable porque en el marco de una acelerada desregulación las entidades financieras se dedicaron a hacer y promover especulaciones que generaron las distintas burbujas que, una a una, han ido reventando en los últimos meses. La aseguradora AIG, gigante del negocio de los seguros, participó de la orgía en tal magnitud que llegó a comprometer seriamente la estabilidad de otras instituciones como Goldman Sachs, 20 bancos europeos, Bank Of America, Citigroup y Merrill Lynch y para evitar un descalabro que hubiera tenido efecto dominó, el Gobierno de los Estados Unidos le lanzó un salvavidas de 170 mil millones de dólares, suma que representaba las pérdidas de la aseguradora por operaciones no directamente vinculadas con el giro de su negocio.
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El pasado fin de semana, ante presiones de la opinión pública que reclamaba saber en qué se habían gastado esos 170 mil millones de dólares, la compañía dio algunos datos incompletos, pero entre ellos informó que los ejecutivos precisamente a cargo de las operaciones en las que la AIG perdió más capital, recibirán bonos por 165 millones de dólares. En ese contexto parece natural que el mismo Obama se atragantara cuando ofreció declaraciones llenas de ira e indignación por la desfachatez de los ejecutivos que se embolsan tranquilamente dinero de los contribuyentes alegando beneficios contractuales que, por lo visto, no estaban sujetos a rendimiento porque, si así fuera, seguramente que esos ejecutivos debieron ser despedidos no sólo por incapaces, sino por avorazados y sinvergí¼enzas en el manejo de los negocios de AIG.
El desembolso a favor de AIG formó parte del primer paquete de rescate aprobado por la administración Bush y en el mismo no se contemplaron limitaciones como las que forman parte del segundo paquete que restringe los pagos que se pueden hacer a los ejecutivos de las empresas que se benefician del dinero de los contribuyentes. A pesar de las órdenes expresas de Obama, en fiel reflejo del malestar de los contribuyentes, parece que no hay mucha capacidad de maniobra para frenar las bonificaciones y los ejecutivos se las podrán embolsar.
Por ello es que indudablemente hay que hablar de nacionalización temporal de los negocios que se benefician con los fondos públicos, porque de lo contrario resulta que el aporte de los contribuyentes irá a parar a la bolsa de los mismos pícaros que causaron la crisis con su voracidad. El ideal sería que el Estado no tuviera que intervenir ni, por lo tanto, convertirse en accionista de las empresas en forma proporcional al aporte que le reclaman para sobrevivir, pero está visto que la voracidad de los ejecutivos no tiene límite y si no se imponen controles y el Estado no ejerce autoridad en la conducción de los negocios cuyo salvamento se propone, la crisis terminará siendo una enorme piñata para que disfruten los sinvergí¼enzas que en nombre del libre mercado pervirtieron a la sociedad.
Entender la dimensión de la crisis, sus causas y los efectos que debemos aún esperar es imperativo para que se denuncien dogmas que nos han estado repitiendo como la verdad absoluta del orden económico mundial. La patraña de la mano invisible del mercado, que aún nos repiten algunos, es ofensiva a la inteligencia de la humanidad y en respuesta urge denunciar cómo los largos supieron sacarle raja al dogma que hicieron a su medida.